Es hora de reubicar la religión en el espacio público: derogar los Acuerdos con la santa Sede, devolver los bienes inmatriculados por la jerarquía católica y eliminar la enseñanza de la religión confesional en la escuela.
Por Juan José Tamayo Fuente: elpais.com
En julio de 1980 se aprobó la Ley Orgánica de Libertad Religiosa (LOLR), que hoy resulta a todas luces anacrónica en una sociedad secularizada, con un amplio pluriverso de religiones y espiritualidades y en un clima generalizado y creciente de increencia en sus diferentes manifestaciones: ateísmo, agnosticismo e indiferencia religiosa. En enero de 1979 se habían firmado los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede —Concordato encubierto—, que mantenían buena parte de los privilegios educativos, económicos, fiscales, culturales, sociales e incluso militares concedidos a la Iglesia católica en el Concordato franquista y nacionalcatólico de 1953, sin contrapartida alguna de la Iglesia católica. No pocos juristas consideran dichos acuerdos anticonstitucionales.
Cuatro décadas después, la religión, y más concretamente la Iglesia católica, no ha encontrado su lugar en la sociedad española ni su encaje en la estructura del Estado. La razón de tal situación hay que buscarla, en mi opinión, en el propio texto constitucional, que incurre en una crasa contradicción en el mismo artículo, el 16. Por una parte, reconoce el derecho a la libertad religiosa a nivel individual y comunitario y la no confesionalidad del Estado: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Por otra, no respeta los principios de laicidad, neutralidad del Estado y de igualdad de todas las religiones ante la ley al colocar a la Iglesia católica en una situación de precedencia: “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas”.
Desde el comienzo de la Transición viene salvándose una lucha por la hegemonía en la esfera pública entre el poder político, que con frecuencia ha dado muestras de debilidad y sumisión ante la jerarquía católica, y esta, que ha aprovechado la debilidad de los sucesivos Gobiernos de la democracia —fueran de izquierda, de derecha o de centro— para obtener más privilegios sin contrapartida alguna y una relevancia política que no le corresponde en un Estado democrático. Más aún, se ha querido erigir en cuarto poder, y en algunos casos lo ha ejercido de hecho, e incluso en el primer poder, sobre todo en los terrenos moral, legislativo y judicial.
El último ejemplo de la pugna por la hegemonía en el espacio público por parte de la jerarquía católica ha sido el de los dos funerales por las víctimas de la covid-19. El Gobierno español anunció la celebración de un funeral de Estado y le puso fecha. La Conferencia Episcopal Española, conocedora de dicha iniciativa, se adelantó a la fecha propuesta por el Gobierno y celebró un funeral católico en la Catedral de la Almudena por todas las víctimas, que contó con la oposición expresa de algunos familiares, que pidieron expresamente no ser incluidos en el mismo y el desacuerdo de algunos colectivos dentro de la propia Iglesia católica, que vieron en el acto un desafío el Gobierno.
Los obispos quisieron convertir el acto religioso en funeral de Estado con la invitación al Rey, Felipe VI, que asistió en calidad de Jefe del Estado, y al Gobierno español, que estuvo representado por la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo. Así fue entendido por los sectores conservadores y por una parte de la oposición política, y esa fue la imagen que quedó en el imaginario social. La lucha católica por la hegemonía y la confesionalización del dolor en una situación dramática como la que estamos viviendo no puede ser el camino para apoyar a las víctimas y consolar a sus familiares. La respuesta está en el acompañamiento personal y comunitario en el dolor, la compasión con las personas que sufren, la puesta en marcha de proyectos de solidaridad con quienes están soportando de manera más acusada las consecuencias de la covid-19 para ayudarles a salir de la situación de precariedad en que los ha puesto la pandemia, así como la puesta a disposición de las personas enfermas y sus familiares de todos los recursos institucionales y personales sanitarios de la Iglesia católica.
Cuarenta años después de la LOLR es hora de decir adiós definitivamente a la Cristiandad, de la que todavía quedan importantes restos en la práctica política, y reubicar la religión en el espacio público. Ello implica reformar los artículos 16.3 y 27.3 de la Constitución, que mantienen una confesionalidad católica encubierta, del Estado; derogar los Acuerdos con la Santa Sede, contrarios a la laicidad, a la igualdad de las religiones ante la ley y a la neutralidad del Estado en materia religiosa; derogar la LOLR y elaborar de una ley de Libertad de Conciencia; devolver sin dilación los bienes inmatriculados por la jerarquía católica y ponerlos al servicio de la ciudadanía; eliminar la enseñanza de la religión confesional en la escuela e introducir la enseñanza de la historia de las religiones; la renuncia de la Iglesia católica a las distintas formas de financiación estatal.
¿Significa esto recluir a las religiones en los lugares de culto y en la esfera privada? No. Ellas tienen una dimensión crítico-pública irrenunciable que deben ejercer al servicio de los sectores más vulnerables de la sociedad, pero no como cogobernantes y colegisladoras.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es Hermano Islam (Editorial Trotta).