‘Publico’ rescata los debates parlamentarios de la primavera de 1933 que cristalizaron en la ley que certificó como bienes nacionales gran parte del legado arquitectónico de naturaleza religiosa.
Por Aristóteles Moreno (@aristotelesMV) en público.es
En la primavera de 1933 fue aprobada la ley que quizás más convulsionó los cimientos de la sociedad española. En cumplimiento de la Constitución de 1931, la primera en la historia de España que reconocía la laicidad del Estado y garantizaba la plena libertad de conciencia, la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas modificó de raíz dos cuestiones básicas que afectaban a uno de los pilares del antiguo régimen: restringió el acceso a la enseñanza de la Iglesia católica y consideró como bienes nacionales el inmenso patrimonio histórico de carácter religioso de España.
Por primera vez, España procedía a la separación oficial entre Estado y religión, y quebraba la secular tradición que vinculaba al poder político con el catolicismo como si de un mismo cuerpo se tratara. La arquitectura jurídica sobre la que el Gobierno republicano cimentó la nacionalización del patrimonio histórico religioso se apoyó en los antecedentes de México, pero, sobre todo, de Francia y su revolución liberal. Los debates parlamentarios fueron encendidos, aunque esclarecedores de las dos corrientes de pensamiento que vertebraban España desde el siglo XIX.
Uno de los primeros intervinientes, reputado experto en Derecho Hipotecario y miembro de la comisión jurídica que alumbró la ley, Luis Fernández Clérigo, definió pronto en el Congreso la posición del Gobierno: «Los bienes eclesiásticos no son propiedad del Estado. Son bienes de la nación, porque todo aquello que estaba destinado a un servicio público, que es creación del esfuerzo nacional, son bienes de la nación». A juicio de los proponentes, la religión católica, culto oficial del Estado desde la edad media, había representado, de facto, un servicio público dispensado a los ciudadanos por el poder político y financiado a través del sistema fiscal de obligado cumplimiento.
Así lo especificaba el preámbulo de la ley, según consta en el BOE: «La Iglesia católica ha estado viviendo dentro de la órbita del Estado al amparo y bajo la protección del poder público». Desde esa perspectiva, el clero habría constituido históricamente en España una suerte de brazo administrativo del Estado cuya misión era impartir un servicio público. De hecho, la Iglesia gestionó durante siglos la recaudación del diezmo y las primicias, una parte de las cuales se destinaba a la construcción y mantenimiento de los templos de culto. A partir de 1840, el Estado retiró la competencia fiscal a la jerarquía católica y asumió directamente la edificación y conservación de los bienes religiosos. Desde el siglo XIX y hasta bien entrado el XX, existía el Ministerio de Justicia y Culto, lo que evidencia el protagonismo estatal en materia religiosa.
Los diputados matizaron en la exposición de la ley que no se trataba ni de una expropiación ni de una confiscación, porque, en su opinión, todos esos bienes nunca habían sido de ámbito privado sino que tenían carácter demanial. Y además, para tranquilidad de la comunidad católica, mantendrían la misma función litúrgica. «Estos bienes seguirán afectos al servicio religioso, pero se declaran inalienables e imprescriptibles», detallaba el preámbulo de la ley.
Los debates se demoraron durante varias semanas. En su intervención, el diputado Jerónimo Gomáriz recordó que ese ingente patrimonio inmemorial fue construido «por los fieles y el Estado». Y que la Constitución de 1876 ya establecía de forma inequívoca que la «nación se obliga a mantener el culto y sus ministros». En realidad, no se trataba únicamente de la Carta Magna promovida por Cánovas del Castillo: todo el ordenamiento jurídico desde 1812 ya otorgaba al Estado la obligación competencial de garantizar y sufragar el culto católico.
Las discusiones se apoyaron en argumentos históricos y jurídicos de enorme calado, ante la oposición frontal de las fuerzas conservadoras, que calificaban la ley de «confiscatoria» y «anticlerical». En una de sus alegaciones, Fernández Clérigo se preguntó: «¿Es que la Catedral de Toledo, y la de Burgos, y la maravilla gótica de la de León, y las obras de los grandes imagineros, y las magníficas creaciones de los artífices, de los pintores, de los escultores, todo lo que hay adscrito al culto dentro de las iglesias, es un patrimonio privativo de la Iglesia?». Y se respondió: «Eso constituye el Tesoro Artístico Nacional, y en todos los países civilizados está absolutamente intervenido por el Estado» y lo mantiene «bajo su custodia».
La importancia de la ley que estaba a punto de aprobarse aconsejó la intervención del ministro de Justicia, Álvaro de Albornoz, que se empleó a fondo en su defensa. Albornoz era un acreditado jurista que poco después fue el primer presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, antecedente del TC. Y, años más tarde, ya en México, fue nombrado jefe del Gobierno republicano en el exilio. En su alocución parlamentaria, esgrimió argumentos históricos y jurídicos de largo recorrido. Aunque empezó por un silogismo elemental: «El culto católico era en España, desde los tiempos de Recaredo, un culto oficial. El culto oficial es un servicio público y los bienes afectos a un servicio público son públicos. Eso no lo discute nadie seriamente en Europa».
Para sostener su posición, se retrotrajo a la edad media y utilizó el propio marco normativo de la monarquía del antiguo régimen. «Los bienes de culto no han sido nunca, según la legislación española, bienes de la iglesia», manifestó ante los diputados del hemiciclo. «Ved lo que dice la ley III, del libro I, del título V del Fuero Real: No pueda obispo, ni abad, ni otro prelado cualquiera, vender ni enajenar ninguna cosa de las que ganare o acrecentare por razón de su Iglesia. ¿No está esto claro?», preguntó el ministro a los parlamentarios, y expuso una abundante literatura jurídica emanada de las Partidas de Alfonso X o la Novísima Recopilación, toda ella promulgada por monarcas españoles. «En materia eclesiástica», agregó, «los derechos del Estado moderno se llamaban en el Estado del antiguo régimen regalías de la Corona. Y la regalía demuestra hasta qué punto el Estado del antiguo régimen consideraba y defendía los bienes eclesiásticos como un patrimonio nacional».
La Ley de Congregaciones de 1933 tuvo una vida corta. El 2 de febrero de 1939, dos meses antes del fin de la Guerra Civil, fue derogada por el general Franco. En la motivación de la suspensión legislativa figuraba este texto: «Ante todo, partía aquella ley de una base absolutamente falsa: la coexistencia en España de pluralidad de confesiones religiosas, cuando es notorio que en nuestra patria no hay más que una, que los siglos marcaron con singular relieve, que es la religión católica, inspiradora de su genio y tradición».
Todo ese ingente patrimonio histórico, 90 años después, ha sido inscrito en el registro de la propiedad privada a nombre de la Iglesia católica a través de las polémicas inmatriculaciones episcopales. El profesor de Derecho Civil y portavoz de Recuperando, Antonio Manuel Rodríguez, sostiene que la letra y el espíritu de aquella ley gozan hoy de plena vigencia. En su opinión, la norma de 1933 y su motivación jurídica se cimentan sobre argumentos «intelectualmente elevados y técnicamente impecables», que demuestran que todos esos bienes están protegidos por su «naturaleza demanial». Y puntualiza: «No son del Estado, sino que nos pertenecen a todas y todos. Y es al Estado a quien corresponde su tutela».
Con la separación de la Iglesia y el Estado, en opinión del experto jurista, la Segunda República tuvo que resolver la «naturaleza jurídica de bienes de extraordinario valor histórico y cultural». «Y lo hace en coherencia con el mandato constitucional de 1931«, declara. Una vez que el uso de todos esos bienes «ya no es público y no pertenece a la esfera competencial del Estado», los juristas de la República consideran que forman parte del «dominio público» y corresponde a la administración su «protección patrimonial».
Y no hay mejor fórmula de protección que sacarlos del tráfico jurídico, enfatiza el experto consultado. «Eso es lo que hizo la República. Declarar que todos estos bienes no podían ser vendidos, ni embargados, ni usucapidos». Por esa razón, el profesor de la Universidad de Córdoba asegura que la Conferencia Episcopal incurre en un «oxímoron» cuando admite haber inmatriculado miles de bienes que «no se pueden enajenar». «Si no se pueden enajenar es que son de dominio público», remacha.
¿Qué ocurre a partir de 1978? «Que se intenta resolver nuevamente la cuestión de la separación Iglesia y Estado», argumenta Antonio Manuel Rodríguez, «pero, a diferencia de la Segunda República, hay un reconocimiento expreso de la confesión católica, que viene acompañado de los acuerdos con el Vaticano». La cuestión patrimonial no se resuelve y se queda en un «limbo jurídico», que ha permitido a la Iglesia «apropiarse de miles de bienes, gracias a la ley Aznar de 1998». El profesor de Derecho Civil es tajante: «Los políticos no han estado a la altura de los responsables públicos de la Segunda República. Ni siquiera de los políticos liberales del XIX. Y han dejado un enjambre jurídico y una compleja nebulosa por el temor reverencial a resolver cuestiones relacionadas con la Iglesia, lo que ha generado el mayor expolio patrimonial conocido».