La separación entre Iglesia y Estado que consagra la Constitución de 1978, y que se creía un mandato de obligado cumplimiento en cualquier desarrollo legislativo, no cuenta para la legislación hipotecaria. El artículo 304 del reglamento de esa ley autoriza a los obispos a emitir unilateralmente certificaciones de dominio sobre los bienes que la Iglesia considere suyos; y esa facultad se amplió a partir de 1998 a edificios de culto, ermitas, catedrales y otros bienes que forman parte del patrimonio cultural de España.
Esa legislación no solo atribuye a los «diocesanos respectivos» el carácter de funcionarios públicos como en los mejores tiempos del antiguo régimen o del nacionalcatolicismo franquista, sino que da cobertura legal a la Iglesia para proceder a una «desamortización» al revés de la llevada a cabo por Mendizábal en la primera mitad del siglo XIX. Desde hace algunos años, la Iglesia está inmersa en una frenética operación de recuperación de un patrimonio que dice ser suyo sin prueba alguna que lo demuestre, para desesperación de alcaldes y vecinos de muchos pueblos que cuestionan esa propiedad, costeada en muchos casos con dinero público.
A falta de que los jueces tomen cartas en el asunto y frenen al menos los casos más escandalosos, la defensa frente a la acción unilateral de la Iglesia queda en manos de Ayuntamientos con escasos recursos o de plataformas locales surgidas para hacer frente a lo que consideran un expolio patrimonial de su comunidad. En todo caso, mejor sería que algún Gobierno decidiera acabar con el anacrónico privilegio registral otorgado a los obispos, en lugar de ampliarlo, como hizo el Gobierno de Aznar en 1998. La Iglesia alega que inscribe lo que es suyo, sin que ninguna instancia del Estado garantice que así es. ¿Acaso son también suyos viñedos, olivares, solares, pisos, almacenes, garajes, frontones y un largo catálogo de otros bienes inmobiliarios sin registrar?
Editoral de El Pais, 13/07/2011