El uso laico tradicional de las iglesias y ermitas

Juan MADARIAGA ORBEA
Profesor de Historia

Que las iglesias y ermitas cumplieron durante siglos la doble función de centro religioso por una parte, pero de centro social, administrativo y simbólico, laico en definitiva, por otro, es innegable. Por aquellos tiempos, la confusión entre ambos ámbitos era bastante notable. Por lo común, los templos sirvieron de lugar de reunión para las asambleas vecinales abiertas e incluso para los regimientos en aquellos lugares en los que no había Casa consistorial, cosa que en el ámbito rural se demoró hasta mediados e incluso finales del siglo XVIII. Los batzarres se celebraron así en los pórticos-cementerio de las iglesias o en el interior de ellas, en el coro en muchas ocasiones. En toda Euskal Herria, el listado de las poblaciones en las que el Concejo Abierto (e incluso Cerrado) se hacía en las iglesias es dilatadísimo: Hondarribia en la iglesia de Santa María; Lekeitio en el pórtico parroquial, debajo del tejadillo del cementerio; Markina en la iglesia de San Pedro, Rentería en el coro de la parroquia; Vitoria en el cementerio de San Miguel; Bilbao en la iglesia de Santiago. En Getxo todavía en 1792 se seguían celebrando las juntas en el cementerio de la iglesia de Santa María . En Navarra, por ejemplo en Otxobi, el lugar de reunión vecinal era “el claustro o cementerio donde se entierran los difuntos” y en Lesaka tanto en el cementerio como en el interior de la iglesia de San Martín. En Tiebas los vecinos empezaron a tomar censos para poder financiar la edificación de la casa ayuntamiento en 1778, pues no tenían lugar para celebrar sus juntas ni dependencias carcelarias . La fórmula que aparece en los documentos para indicar el carácter consuetudinario de las reuniones y del lugar de reunión era, con pequeñas variaciones, del siguiente tenor: “…conceyo facientes, llegara toque de campana a bazarre e junta general, según uso y costumbre de la villa de Lesaca […] hasta aquí hayan usado e acostumbrado de juntar e plegar dentro de la Iglesia Parroquial del Señor San Martín de Lesaca” o ” “siendo ayuntados á concejo en la iglesia de Santa María de dicha villa á campana repicada, según lo habemos de uso é de costumbre de nos ayuntar á concejo…” .

Un caso específico y peculiar de utilización político-administrativa de las ermitas es el de las de confluencia de términos jurisdiccionales. En efecto, algunas ermitas se erigieron en puntos en los que mugaban dos o más jurisdicciones. Por lo general las romerías que se celebraban en ellas eran de lo más movidas, pues los participantes de unos y otros pueblos aprovechaban para dirimir sus diferencias, reales o imaginadas, en un punto neutral, siendo corrientes las peleas y no faltando los heridos graves y aún los muertos. No siempre se resolvían los problemas de forma tan bárbara, siendo estos lugares idóneos para lograr acuerdos intercomunitarios de forma pactada. Por ejemplo, la ermita de Santa Margarita, situada en la Bardena en el límite entre Navarra y Aragón, estaba dispuesta de tal forma que parte del edificio correspondía a un reino y parte a otro. Se utilizaba para reuniones que tratasen de problemas afectaban a ambos territorios. En 1679 se reunieron, los diputados de Tudela y Egea de los Caballeros para discutir sobre el problema de las detenciones en la Bardena derivadas del eterno bandolerismo, y estaban sentados de tal forma que cada uno permanecía en su jurisdicción .

Hay que tener en cuenta que cuando en la Edad Media se hablaba de una iglesia se entendía que nos referíamos al complejo: nave del templo-campanario-cementerio, aunque inicialmente la necrópolis no se denominara popularmente “cementerio”, pues este era un término culto, patrimonio de los eclesiásticos que se popularizó muy tarde (siglo XVII), sino “atrio” o “carnario”. Con el tiempo, al porticarse estos espacios adoptaron el aspecto de claustro, por lo que se utilizó indistintamente también este término de “claustro” para designar el mismo ámbito cementerial y social. En cualquier caso, habría que distinguir dos espacios funerarios diferentes que con frecuencia aparecen en la documentación como indistintos: el atrio porticado y el patio cercado al aire libre. Por supuesto, a estos habría que añadir a partir del siglo XII la propia nave de la iglesia que acaba convirtiéndose en la necrópolis por excelencia hasta el siglo XIX. Volviendo al cementerio exterior, funcionaba este como un foro, una plaza mayor, el lugar de la sociabilidad por excelencia. Desde luego, gozaba de derecho de asilo y lo era por excelencia, hasta tal punto que muchos huidos de la justicia se establecían en él y levantaban refugios donde cobijarse, más o menos temporales, llegando a formarse comunidades de residentes en los cementerios relativamente estables. La justicia, que por aquellos tiempos pertenecía tanto al ámbito religioso como al profano, se ejercía con frecuencia en estas necrópolis. Los mercaderes, atraídos por la concurrencia de gentes a los templos instalaban sus puestos en el cementerio, convirtiéndolo en auténtica feria. Desde luego era lugar de cita de los enamorados y las prostitutas acudían allí a ejercer su profesión. No faltaban tampoco los mimos y juglares. Se practicaba entre las tumbas todo tipo de juegos. Desde el siglo XIII la iglesia intentó impedir o al menos limitar alguna de estas actividades como las de los bailes y a partir del siglo XV procuró suprimir todo tipo de actividades profanas, pero en algunos de los grandes cementerios de las ciudades europeas se siguieron manteniendo muchas de estas actividades hasta bien entrado el siglo XVIII . Los visitadores eclesiásticos sobre todo a partir del Concilio de Trento y hasta avanzado el siglo XIX no se cansaron de procurar suprimir los juegos, danzas, conversaciones y reuniones en los atrios de las iglesias. Un ejemplo. En 1756 en la anteiglesia de Garagarza (Mondragón) se seguían dando estas circunstancias, por lo que el Visitador ordenó “que en el cementerio […] no se admitan conversaciones profanas, juegos ni tratos indecentes […] sino que en saliendo de la Iglesia, cada uno se retire dejando libre dicho lugar” . Se produjo toda una ofensiva eclesiástica para intentar conseguir que la iglesia y sus anejos fuese considerada como un espacio únicamente sagrado en el que no debían tener lugar otras actividades que las exclusivamente eclesiales. En esta interpretación discrepaban radicalmente, claro, con la de los vecinos que no veían motivo alguno para tener que prescindir de actos que venían realizando “desde tiempo inmemorial”. Especialmente dura fue la batalla por intentar sacar los bailes de las iglesias que antiguamente eran bastante frecuentes en muchas ceremonias y poco a poco fueron desapareciendo. El ascendiente moral y social de los clérigos sobre el pueblo se impuso y las buenas gentes acabaron por aceptar que algunas de las actividades laicas que se desarrollaban en las iglesias eran improcedentes, renunciando a ellas, aunque manteniéndose en otras.

Heredera de esta rica sociabilidad medieval en torno al cementerio queda pues la mantenida hasta nuestros días. Con frecuencia, sobre todo en poblaciones rurales, era el único lugar en el que se podía estar reunido de forma pública más o menos a cubierto de las inclemencias meteorológicas y en un espacio despejado, por lo que siempre fue escenario de charlas, tratos y negocios, juegos y ocio en general. Bastaría recordar la innumerable cantidad de atrios parroquiales que han servido (y aún sirven) de frontón a falta de lugar más a propósito para el juego de la pelota u otros. Podríamos decir que sobre todo en los lugares de clima lluvioso los cementerios porticados de los templos fueron el lugar privilegiado de la sociabilidad y el ocio populares. No merece la pena poner ejemplos pues esta regla se extiende a la totalidad de las iglesias del País. En la medida en que desde el siglo XIX se fueron erigiendo las Casas Consistoriales, se fueron explanando y urbanizando plazas y levantando frontones (muchas veces aprovechando una pared del edificio parroquial) el antiguo espacio cementerial perdió la mayor parte de sus antiguas funciones sociales.

Dejando aparte los cementerios de los atrios y los contiguos a los templos, conviene detenerse un momento sobre el otro gran espacio de inhumación que se utilizó en ocasiones a lo largo de más de seis siglos: los suelos de las naves de las propias iglesias parroquiales. Los cristianos en un intento por ser enterrados lo más cerca posible de las reliquias y del presbiterio del templo fueron procurando instalar sus sepulturas en el espacio intra-eclesiástico. Primero fueron los dignatarios eclesiásticos, luego reyes, después nobles y burgueses encumbrados y posteriormente todo aquel que estuviese bautizado. Se repartió el espacio existente en ocasiones utilizando hasta el último centímetro y se fueron abandonando los cementerios exteriores. En ocasiones siguieron existiendo ambos paralelamente pero con un marcado sesgo de jerarquización social: el camposanto exterior quedaba reservado para los más humildes, mientras que los poderosos eran inhumados en el interior de los templos y cuanto más poderosos más cerca del presbiterio. Teóricamente los eclesiásticos consideraban las sepulturas como bienes de la iglesia y que por su carácter sagrado no podían ser objeto de comercio, bajo pecado de simonía; en la práctica los clérigos ratificaban el derecho a uso sepultural de las familias a cambio de “limosnas” de diferente entidad. En cuanto a los repartos iniciales de las tumbas hubo diversos sistemas, desde la distribución democrática en función de las casas solares, siguiendo criterios geográficos en relación a la ubicación de estas, hasta la subasta (en la que lógicamente los más ricos coparon las mejores), pasando por la venta en función de precios distintos según la “calidad” de las tumbas. Por ejemplo, en Lesaka se terminaron las obras de la iglesia en 1605 y se procedió a repartir entre algunos vecinos las sepulturas construidas. Varias de la primera fila se reservaron para los clérigos y las restantes se dieron a cambio de 20 ducados, mientras que las de la segunda costaron 16 ducados, las de la tercera 12, las de la cuarta 8 y las de la quinta 6 . Estos repartos estuvieron organizados por los vecinos con la “supervisión”, en bastantes casos, de los clérigos. En la práctica las sepulturas se heredaban, se donaban, compraban y vendían, como si de cualquier otro bien se tratase. Los archivos de protocolos notariales están repletos de este tipo de transacciones . Esto llevó a una continua reordenación del espacio sepultural, de tal forma que los más poderosos fueron comprando sepulturas en los mejores puestos y desplazando a los pobres a los peores. En general especialmente en la zona septentrional de Euskal Herria la sepultura se consideró como indisolublemente unida a la casa familiar, junto con la huerta, de tal suerte que las transmisiones se hacían en bloque: casa-huerta-sepultura. En Bizkaia se reconoce la existencia de sepulturas vinculadas a sus respectivos solares ya en el capítulo CXV del Fuero Viejo de 1452 y posteriormente en el Fuero Nuevo de 1526.

El derecho de enterramiento en las iglesias estaba tan arraigado que cuando se prohibieron las inhumaciones y se pasó a construir los nuevos cementerios extramuros, durante decenios se siguieron manteniendo los cultos funerarios, con ofrendas de pan y cera sobre las viejas sepulturas, a pesar de que ya no se enterraba a nadie en ellas. Es más, cuando a lo largo del siglo XX se fueron cambiando los entablados o enlosados de los templos, en algunos de ellos se marcaron los contornos de las antiguas tumbas, de tal forma que las familias pudiesen seguir guardando memoria de su ubicación y derecho. Por ejemplo, así se hizo en la iglesia de San Martín de Lesaka o en la de San Vicente de Larunbe (valle de Iza).

No obstante, en las últimas décadas del siglo XVIII se inició un movimiento racionalista e higienista que procuró sacar los enterramientos del interior de los templos, impulsando la erección de cementerios exteriores, alejados de las zonas habitadas y emplazados en lugares bien ventilados. Los esfuerzos de la legislación ilustrada por prohibir los enterramientos intraeclesiásticos fueron vanos, pero en el contexto de la guerra napoleónica las autoridades francesas obligaron por la fuerza a suspender las inhumaciones en las iglesias y trasladarlas a nuevos camposantos. Se presentó el problema de la financiación de estas nuevas construcciones, especialmente difícil en el contexto de la guerra que estaba teniendo lugar. Inmediatamente surgieron tensiones sobre a quién correspondía el pago de las obras. De momento la situación se solventó con el levantamiento de cementerios muy precarios, en la mayor parte de los casos aprovechando ermitas, con cercados muy provisionales y por lo tanto baratos. Pero con el tiempo la situación se hacía insostenible y muchos volvían a enterrar en el interior de las iglesias. Durante el Trienio constitucional se dio un nuevo empuje a la erección de cementerios. Se promulgaron dos Reales Órdenes, de 30/I/1822 y 9/IX/1822, por las que se ordenaba que el pago debía ser a medias entre las fábricas de las iglesias (a costa de las primicias) y los ayuntamientos, pero instando a las Diputaciones a colaborar en las obras aportando fondos. Como siempre, en la mayor parte de los casos los eclesiásticos obstruyeron las construcciones que nos les interesaban y a las que no estaban dispuestos a financiar, por lo que tocó a vecinos, ayuntamientos y Diputaciones hacerse cargo de los gastos . Muchos pueblos pequeños que tenían cementerio exterior anejo al templo consiguieron evitar, de momento, levantar uno nuevo. La mayor parte de los cementerios que se construyeron en las décadas de 1810 a 1840 lo fueron de forma descuidada y pronto se demostraron ineficaces e insuficientes, especialmente en los momentos en los que la mortalidad se agravaba a causa de procesos contagiosos masivos. Hubo que levantar nuevos camposantos que fueron sufragados casi universalmente con dinero de los ayuntamientos y/o de los particulares. Veamos el caso bastante típico de Otxobi. Como se ha indicado más arriba, tradicionalmente se enterró en el claustro-cementerio anexo a la iglesia parroquial y en la propia nave de la misma, eludiendo a los inicios del siglo XIX hacer un camposanto nuevo. Sin embargo la epidemia de cólera morbo de 1884 forzó a improvisar uno que se hizo sobre las ruinas de la ermita de Santa Lucía. Una vez recibida la orden de la Junta de Sanidad en este sentido, se reunió el Concejo y tomó el acuerdo de que “…necesitando hacer algunas obras para la decencia del nuevo cementerio, se comprometen todos a que luego que se concluya la trilla de la cosecha se proceda al arreglo en forma de dicho cementerio”. Es decir que afrontaron la obra en auzolan. Sin embargo no debió de ser esta de mucha envergadura por lo que el camposanto de Santa Lucía se abandonó en 1903, levantándose uno nuevo en Elidoy, cuyo costo, de 1.081 pesetas, fue afrontado por el ayuntamiento con la venta de árboles propios . En cuanto al cementerio de Berichitos de Pamplona, siguiendo las instrucciones derivadas de la Real Cédula de Carlos IV en 1804, se hizo una derrama inicial sobre distintas instituciones eclesiásticas y laicas de la ciudad para afrontar el elevado costo de un camposanto nuevo. Se pidió a la Catedral 8.000 reales, a san Cernin 12.000, a san Nicolás 10.000, a san Lorenzo 2.000, al arcediano de la tabla 16.056, al ayuntamiento otros 16.056 y al hospital 1.000 reales. Ahora bien, en 1828 se produjo la municipalización del cementerio de tal suerte que a partir de entonces la titularidad del mismo correspondió al ayuntamiento pero también los costes de las sucesivas ampliaciones y obras, especialmente las de 1864, 1898, 1931 y 1941 .

Por lo demás, una de las expresiones de la solidaridad y sociabilidad de los laicos en los tiempos pasados fue la de las cofradías, hermandades y gremios. Buena parte de estas eran asociaciones con fines de hermanamiento, apoyo mutuo, solidaridad profesional, reforzamiento de la identidad local,… y todo ello, como era corriente entonces, impregnado de un espíritu religioso. Otras cofradías tenían un fin prioritario piadoso, para extender los cultos del Rosario, la devoción al Corazón de Jesús u otras similares, aunque también en estos casos la componente de apoyo mutual y sociabilidad era importante. En cualquier caso las cofradías tuvieron mucho que ver con el mantenimiento, uso y dotación de las diversas iglesias y ermitas. Para empezar, las hermandades, gremios y cofradías estaban instituidas en algún centro religioso concreto y adscritas al mismo. En ellos hacían sus juntas y celebraban sus comidas anuales el día del santo patrón al que estaban advocadas. Por ejemplo, en las Ordenanzas municipales de Lesaka de 1429, refiriéndose a las obligaciones de los cofrades de San Martín, dice: “Es ordenado que ninguno de los cofrades de Sant Martín, non se haya de estar en casa en el dia de la Confradia sin venir a comer a la iglesia” . Poseían además, en ocasiones, las cofradías sepulturas para sus hermanos en caso de que alguno de estos no la tuviese familiar o propia. Los ejemplos de estos casos pueden multiplicarse: la de San Eloy de plateros en la iglesia de San Saturnino de Pamplona; las de tejedores, carpinteros y albañiles de Tudela en la iglesia de San Antón; la de San Diego de Tafalla en el convento de San Sebastián, etc… Y por supuesto, tenían sus propias capillas y retablos; así en Pamplona la cofradía de San José tenía su retablo en la Catedral, la de los pelaires tenía la capilla del Crucifijo en san Cernín y los tundidores se reunían en el altar de santa Lucía en la misma iglesia .

Y es que el templo fue siempre un lugar idóneo para la sociabilidad de la comunidad, no sólo de las hermandades sino de todo el colectivo en general. La iglesia era un lugar de encuentro privilegiado: vecinas, amigos o enamorados aprovechaban los encuentros derivados de las funciones religiosas para relacionarse; la asistencia continuada de muchas personas a los templos no se explicaba tanto en función de su piedad como de su necesidad de contar con un espacio en el que poder reunirse con otros. Los visitantes con frecuencia constatan esta circunstancia. Así, un viajero bayonés llamado Charles-Pierre Coste d’Arnobat en su libro Lettres sur le voyage d’Espagne, publicado en 1756, se refería a la sociabilidad observada en Pamplona en los siguientes términos: “Aquí casi todas las amistades se inician en la iglesia; las damas acuden a ella, regularmente a diario, precedidas de un paje que las acompaña a todas partes” .

Al estar entremezclados religión y sociedad el uso festivo de lugares religiosos era más que habitual. Nadie dudará de la dimensión religiosa de las veladas nocturnas, los rosarios de la aurora, los festejos por los patronos de los pueblos, los barrios y las cofradías y las comidas y romerías organizadas en su honor. Pero tampoco puede ponerse en discusión su indudable dimensión festiva. Iglesias y sobre todo ermitas, fueron el escenario privilegiado de estas celebraciones en las que se mezclaban la piedad, el baile, la bebida, la conversación y en no pocas ocasiones la sexualidad. Por supuesto la Iglesia siempre receló de estas celebraciones que al amparo de los templos y sobre todo de las ermitas, más apartadas y por lo tanto menos controlables, derivaban en ocasiones en comportamientos pecaminosos. La ofensiva que tuvo lugar a lo largo del siglo XVIII e inicios del XIX contra romerías, comidas de cofradías, alboradas, velas nocturnas, etc. fue formidable. Lo normal es que hasta el siglo XVIII las cofradías tendiesen a reunirse para comer o celebrar la mayor cantidad de veces posible; así la cofradía de carpinteros de Pamplona venía reuniéndose a comer el día de Santo Tomás en que elegían nuevos cargos, la víspera de la Concepción, el Jueves Santo y siempre que un aprendiz pasase a oficial o que aconteciese la muerte de un cofrade. En 1706 el ayuntamiento de la ciudad limitó enérgicamente la celebración de estas comidas. Por lo común, se procuró mantener una sola comida anual, la del patrono, hasta que en 1783 Campomanes ordenó de forma general la supresión de los banquetes de las cofradías. El 13/X/1769 el Real Consejo de Castilla dio un Auto por el que debían de ser demolidas las ermitas que estuviesen en despoblado y estuviesen descontroladas. Por estas fechas se prohibieron además muchas romerías, velas nocturnas, alboradas,… y en 1784 se llegó a planificar el derribo general de todas las ermitas ubicadas en despoblado. Para comienzos del siglo XIX las propias ordenanzas de las nuevas cofradías que se instituían o cuando se revisaban las antiguas, incluían artículos en el sentido de limitar o evitar las comidas y celebraciones de las hermandades. Un ejemplo; la cofradía de labradores de Lumbier en sus estatutos de 1825 incluía el siguiente artículo: “se prohíben, desde luego, almuerzos, comidas, meriendas y tragos en común, y en particular a nombre y expensas de la Cofradía, y cada uno, aun del prior, mayordomos y consultores, concluidas las funciones de iglesia y juntas que se tuviesen deberán separare e irse a su propio destino” . Evidentemente esta ofensiva no logró erradicar bailes y meriendas de las ermitas, aunque las limitó drásticamente. Todavía en 1826 el obispo de Pamplona prohibió taxativamente las concentraciones nocturnas que los jóvenes de Bakaiku, Iturmendi y Urdiain hacían en la ermita de Santa Marina de Urbasa el día de la patrona, disponiendo que: “además para que sirva de gobierno prevenimos que si continuasen ese y otros abusos semejantes mandaremos demoler la ermita, habiendo de ser esta para que se sirvan Dios y la Santa Iglesia”. Para estas alturas, una parte importante de las autoridades laicas estaba bastante penetrada de la moralina eclesial, de tal suerte que coincidían con los clérigos en la imposición de una rigorista interpretación de las costumbres (sobre todo en materia sexual) y a la hora de reservar templos y ermitas para usos exclusivamente religiosos. De esta forma, la orden de demolición de ermitas provino directamente del Consejo de Castilla y sorprendentemente muchos alcaldes y regidores no se cuestionaron la medida acatándola sumisamente y procediendo al derribo de las ermitas. Sin embargo en muchos casos la oposición vecinal fue tan fuerte que logró salvar de la piqueta a muchos de estos edificios. En cuanto a las disposiciones episcopales en esta materia, el obispo de turno podía establecer que tal o cual ermita había de ser derribada, pero hacerlo correspondía a las autoridades locales y comunidades vecinales que eran sus propietarias. Lo penoso es que en ocasiones la disposición se asumía disciplinadamente y se ejecutaba. En el fondo de todo esto late un profundo conflicto que se manifestó virulentamente entre, más o menos, 1766 y 1823: el intento de control de las masas y de los espacios públicos por parte de unas autoridades (eclesiásticas y laicas) cada vez más amenazadas por parte de unas masas que planteaban cada vez con más fuerza y autonomía sus derechos y reivindicaciones.

Un uso bastante habitual que descansó en algunas ermitas ubicadas por lo común a lo largo de vías de comunicación fue el de tipo hospitalario. El hospital tenía en tiempos pretéritos un sentido sobre todo de acogida a aquellos que estuviesen en tránsito y tuviesen dificultades en seguir el camino sobre todo a causa de enfermedades, pero también a los que no podían alimentarse a causa de la pobreza. Los candidatos a ser acogidos en alguna de estas casas eran pues caminantes, mendigos, pobres y desvalidos en general. Luego estas instituciones extendieron su ámbito de actuación al campo más amplio de la sanidad. Dejando aparte las grandes instituciones hospitalarias como el Hospital General de Navarra o Roncesvalles y los monasterios especializados en beneficencia (Leire, Igal, Iratxe…) se utilizaron en las zonas rurales ermitas que de una forma más modesta cumplieron funciones similares. Relacionadas con las anteriores estarían las fundaciones hospitalarias específicas destinadas a acoger a enfermos contagiosos, especialmente a leprosos y apestados, llamadas leproserías o malaterías. El patrono de este tipo de enfermos era san Lázaro y por ello estas fundaciones estaban por lo común advocadas a este santo (en alguna ocasión a María Magdalena). Para lazaretos se solían utilizar ermitas ubicadas en parajes aislados en los que los enfermos pudiesen pasar la cuarentena. Así hubo ermitas advocadas a San Lázaro en Lerín, Los Arcos, Olite,…

Por lo demás, los laicos se servían con alguna frecuencia de estos edificios dedicados al culto, tanto las iglesias como sobre todo, las ermitas, para usos bastante prosaicos como el almacenaje de alimentos y otros enseres, cosa que desagradaba bastante a los eclesiásticos, pero incluso también a las autoridades seculares más intransigentes y moralistas en ocasiones que las religiosas. Un ejemplo; en las ordenanzas de buen gobierno dictadas en Bergara bajo el mandato del alcalde Manuel Joseph de Irizar, en 1769, se incluían no pocos artículos de tipo moralizante referidos a los blasfemos, incumplidores del descanso semanal, etc. pero uno en concreto decía: “que nadie tenga en las iglesias y ermitas ni ropa, grano, fruta ni otras cosas” .

Las iglesias, por otra parte, nunca carecían de torre o espadaña con campanas para poder comunicar mediante diversos toques las diversas ceremonias o eventos, pero también no pocos sucesos estrictamente laicos. El campanario, elemento esencial de comunicación, símbolo de poder y físicamente perceptible desde cualquier punto de vista, se va a erigir así en lo que una cierta historiografía francesa denomina: “un lugar de la memoria” . Desde luego, la mayor parte de los toques campaniles que se daban eran de tipo religioso ortodoxo: las distintas llamadas de misa, rosario, agonía, letanía, los diversos toques funerales, jubileo, entredicho, descomulgado, etc… Pero también había otros de tipo mágico religioso algo más heterodoxos. En toda Euskal Herria estuvo arraigada la creencia de que el sonido de estos bronces ahuyentaba las tormentas y granizadas. Existía pues un toque para cuando amenazaban estos fenómenos atmosféricos peligrosos, mezcla de aviso y de exorcismo; toques de nublado, tempestad y otro específico para el conjuro. Pero es que, además, se suponía que el campaneo tenía la virtud de espantar a las brujas y a todos los númenes malignos en general. De esta creencia se desprende la costumbre de arropar todo el cortejo funeral, por largo que fuese, con toques de las campanas de las iglesias y ermitas que hubiera por el camino, sin que en ningún momento del trayecto el cuerpo y sus acompañantes quedasen privados del sonido campanil. Por otra parte, había ciertos días especiales en los que el campaneo lograba expulsar a las brujas durante todo el año, especialmente la noche de Santa Águeda. Al toque de “avemaría”, grupos de jóvenes, con segregación de sexo, se dirigían a las ermitas e iglesias y hacían tocar las campanas por lo menos hasta la media noche . Así, por ejemplo

“…en Igal, hasta hace pocos años, los mozos subían a la torre [la noche de Santa Águeda] y tocaban las campanas por espacio de varias horas. El Ayuntamiento les pagaba el vino que consumían durante el campaneo. En Mélida lo hacían las mujeres, que se pasaban la noche tocando las campanas hasta quedar desgreñadas y sudorosas” .

Esta costumbre, que en muchas poblaciones se mantuvo hasta la década de 1960, venía siendo condenada por los eclesiásticos desde siglos atrás como netamente pagana. Así lo hacía fray Martín de Andosilla, en 1510, en su obra De Supertitionibus .

Pero, dejando a un lado los campaneos más o menos religiosos, lo cierto es que los vecinos hacían uso de las campanas para una serie de asuntos estrictamente profanos. Así, las campanas se utilizaban para recibir a los nuevos miembros de la comunidad. Cuando nacía un niño o niña se daban toques, distintos para cada sexo, avisando del evento . Había otros toques laicos muy importantes. Uno era el que avisaba de fuego. Todo el mundo conocía este apremiante toque que solicitaba la ayuda general para extinguir el incendio. Otro era el aviso de cierre de las puertas de la ciudad. Pero en cualquier caso, los campaneos no religiosos más importantes eran dos, los que marcaban los ritmos horarios diarios y los que convocaban a reuniones. Por lo que hace a lo primero se solía tocar al alba, al medio día (el toque de Ángelus) y al anochecer (el de Avemaría). También se daba el toque de Ánimas que en invierno solía ser a las ocho de la tarde y en verano a las nueve. Estos campaneos marcaban los ritmos laborales y sociales, de tal forma que marcaban los espacios en los que había que trabajar y en los que necesariamente debía cesar la actividad laboral. Tras el toque de Ánimas la circulación por las villas se reducía a lo imprescindible e incluso se cerraban las puertas de tal forma que nadie podía entrar ni salir hasta el amanecer. Por ejemplo, la ermita de Santa Bárbara de Tudela, ubicada donde antes estuvo el castillo, fue fundada por Bárbara de Corella en 1610. La fundadora impuso la obligación de tocar las campanas a ciertas horas desde la Cruz de Mayo hasta las vendimias (Cruz de Septiembre), para avisar la hora de salida de los trabajadores hacia el trabajo. Tocaba durante un cuarto de hora y otro cuarto de hora más al amanecer para que saliesen a buscar las frutas y hortalizas. El patronato de la ermita era del ayuntamiento y como tal pagaba a los ermitaños por el trabajo de tocar la campana 24 reales anuales .

Por lo que hace al toque a batzarre tenía una dimensión política esencial. Hasta el siglo XIX todos los Concejos Abiertos se hacían “a campana tañida” o “a campana repicada”. La mayor parte de los núcleos rurales se rigieron durante todo el Antiguo Régimen por estos batzarres, mientras que en los urbanos pervivieron durante siglos paralelos al Concejo Cerrado o Regimiento para algunos asuntos especiales. Por lo general cuanto más grande fuese la ciudad antes desapareció el Concejo Abierto (en varios casos para el siglo XVI), mientras que en otros se mantuvo hasta medidos del siglo XVIII. Pues bien, para la convocatoria no había otro sistema que el toque específico que se daba con la campana parroquial. Es más si por cualquier motivo se hacía la junta sin haber sido convocada por este procedimiento resultaba invalidada. Así consta, por ejemplo en las Ordenanzas municipales de Hondarribia de 1530 (ordenanza nº 24), en donde se establecía “Que no se haga ni se junte ningún regimiento sin que primero se tanga la dicha campana para ellos, y que si de otra manera se juntaren no valga nada ni se cumpla lo que allí se hiciere” .

La percepción de los vecinos de que las campanas de la iglesia no sólo les pertenecían sino que eran un instrumento de uso tanto religioso como profano puede seguirse en un interesante suceso que tuvo lugar en Estella en 1579. El 7 de marzo de este año, el alcalde de la ciudad, en representación de los parroquianos de San Pedro de la Rúa, como patronos de la citada iglesia, ordenó poner una puerta nueva para clausurar y regular el acceso al campanario, a fin de evitar los abusos que se venían produciendo con los excesivos toques. Se argumentaba que se utilizaban tan en demasía que se rompían con excesiva frecuencia, lo cual, por otra parte, era una queja general en toda Navarra, ya que el costo de una campana nueva no era asunto baladí. De hecho, ya en 1552 las Cortes celebradas en Pamplona habían elevado un memorial tendente a la reducción de baldeo de campanas y en 1572 los vecinos de Estella habían solicitado lo propio al Obispo, quién acordó efectivamente moderar el número de toques. Aparte de las molestias evidentes de tanto tañido diurno y nocturno, por debajo de todo este asunto había un claro conflicto de clases, pues aparte de los toques rutinarios para toda la colectividad, los toques más largos y molestos es lo que se hacían en misas, aniversarios y funerales de los grupos sociales dominantes, que resultaban así más perjudicados con las limitaciones. En San Pedro, en concreto se tocaba tres veces al día por los difuntos Mariscales, desde que esta influyente familia hubiera instaurado allí su capilla mortuoria en 1450. Pero lo que ahora más nos interesa es el hecho de que los patronos laicos tomaban estas disposiciones cuando les parecía conveniente para controlar el campanario .

Otro uso laico de las iglesias y aún de los propios eclesiásticos para interés de los vecinos tuvo lugar de forma generalizada en todo el ámbito de expresión vascófona mayoritaria del País: la traducción de los bandos de buen gobierno, que se daban en castellano, a la lengua vasca, única que conocían muchos de los habitantes de estas poblaciones. Abordaban estos edictos todas las facetas de la vida económica y social ordinaria: desde la quema de rastrojos, hasta pagos de impuestos, pasando por cortes de madera o normas sobre caza y pesca. La tradicional costumbre de que los sacerdotes, en la misa popular, tras el ofertorio, tradujesen bandos, edictos y disposiciones para el general conocimiento, en el obispado de Pamplona estuvo vigente hasta 1832, año en que se prohibió, si bien los curas venían ya quejándose con anterioridad de tener que realizar labores profanas . Durante siglos la labor de intermediación lingüística de los sacerdotes fue inapreciable a la hora de poderse mantener la radical discrepancia entre la lengua popular y la oficial.

Convendría recordar, además, un asunto de orden simbólico de importancia nada desdeñable. Ya se ha indicado como los vecinos consideraban la iglesia parroquial como una prolongación, en cierto modo, de sus propias casas, al tener ubicadas en aquella su sepultura familiar. De esta forma la iglesia se convertía en el escenario privilegiado de representación social, sobre el que se proyectaban las jerarquías y preeminencias de forma inmediata. Si había un lugar de confluencia social obligada este era el templo parroquial y por lo tanto era en él en donde se procuraba que las distinciones, gradaciones y jerarquías reflejasen la verticalidad de la sociedad tradicional. Ya se ha indicado antes como los patronos laicos procuraban introducir escudos de armas, túmulos, capillas y cualquier otro elemento de distinción, pero es que cada uno de los vecinos hacía lo propio a su nivel, resultando que la parroquia ponía a cada uno en el lugar que, en teoría, socialmente le correspondía. En los pueblos de Navarra en los que había distinción de estados la jerarquización sepultural, los bancos privilegiados, los símbolos de distinción fueron corrientes, pero incluso en las zonas septentrionales en las que reinaba un mayor igualitarismo social estas distinciones no dejaban de existir aunque de forma más mitigada. Los conflictos por preeminencias en las iglesias eran moneda de curso habitual, revelándonos que se trataba de un asunto importante para la mentalidad de la época. Me referiré al caso de Tiebas. Allí pueden detectarse los siguientes conflictos en esta materia. Entre 1531 y 1549 los herederos de Juan de Ozcoidi estuvieron enfrentados con el heredero de Fernando de Rada a causa de derecho de preeminencias en la iglesia parroquial . Lo mismo sucedió entre 1649 y 1652 cuando Juan de Eleta pleiteó contra Juan Antonio de Acedo por “incumplimiento de la costumbre” en materia de preeminencias por parte de su hermano José de Acedo . Muy curioso es el caso de Pedro Andrés; su bisabuelo había poseído una casa en el pueblo que le daba acceso a asiento privilegiado en la iglesia; la familia perdió la casa, pero en 1649 Andrés la había recuperado por vía matrimonial, por lo que también pretendía volver a gozar su mejor lugar de asiento; para ello pleiteó contra Martín de Ezcaba que pertenecía al estado de labradores y pagaba pechas y al cual pretendía adelantar en el sitio en que se sentaba en la parroquia y efectivamente consiguió ganar el pleito . Entre 1661 y 1663 tuvo lugar otro interesante proceso; un matrimonio de labradores vecinos de la localidad fue denunciado por un hidalgo baztanés afincado en Tiebas que les acusaba de no respetar el banco situado en el lado de la epístola de la parroquia reservado según él a los hidalgos. Los acusados se defendieron alegando que en Tiebas no había distinción de estados y que los escaños se repartían independientemente de la calidad de cada vecino . En 1739 se produjo un reconocimiento ante notario de preeminencias, dentro y fuera de la iglesia, por parte de un matrimonio de Tiebas a favor de su convecina Ana Francisca Alfonso . Similar fue el auto de reconocimiento de preeminencia, en concreto del lugar que cada uno debía ocupar en la iglesia, que un vecino otorgó a favor de Juan Bautista de Unzué, en 1752 . En 1759 tuvo lugar otro clásico enfrentamiento por la ubicación mejor o peor en este caso no de escaños sino de sepulturas. Efectivamente se había procedido a renivelar las sepulturas y componer el pavimento de la iglesia de donde surgieron pendencias entre Joaquín Doncel y su mujer con Alfonso de Uriz y la suya que provocaron grandes altercados en el templo. El provisor decidió que mientras se aclaraba el asunto ambas casas ocupasen sepulturas en la primera hilera, pero Doncel se opuso pues consideraba que tenía derecho a ocupar mejor lugar que Uriz y que en su día había ganado en un pleito anterior ante la Real Corte .

Otra función civil, nada desdeñable, cumplida por iglesias, ermitas, cementerios, capillas y espacios religiosos en general fue la de protección y asilo. Por lo que hace a la función defensiva de ciertos templos es evidente, hasta tal punto que muchos fueron concebidos prioritariamente para este fin, ensamblados con frecuencia en el sistema de fortificación de las villas y ciudades. Así las iglesias-fortaleza dotadas de torreones, barbacanas y otros sistemas de resistencia militar, cuando era necesario, se convertían en baluartes difícilmente expugnables, a los que los vecinos se acogían hasta pasado el ataque, convocados, desde luego, a golpe de campana. Desde más o menos el siglo XI hasta el XIX con las guerras carlistas, los ejemplos de iglesias navarras utilizadas como defensa militar se multiplican. Entre otras, son claros ejemplos de iglesias-fortaleza la de San Saturnino integrada dentro del Cerco de Artajona, las de San Pedro y Santa María de la Asunción de Viana, las de San Nicolás y San Cernin en Pamplona, la de Santa María de Ujué, la de Santa María la Real de Sangüesa, la de San Cipriano de Isaba, la de San Juan Evangelista de Otsagabia, etc.

Además los espacios sagrados ofrecían la protección del derecho de asilo. En épocas en las que la multiplicidad de justicias y la arbitrariedad de alguna de ellas era más que notable, la Iglesia ofrecía su protección a los que se acogían a sus templos sin preguntar por el delito cometido, sustrayendo al criminal de la acción de los poderes laicos. En algunos casos este derecho sirvió para que manifiestos criminales escaparan de cualquier castigo, pero en no pocas ocasiones sirvió de lenitivo a acciones jurisdiccionales demasiado expeditivas o claramente abusivas. Sea como fuera, lo cierto es que con ubicarse físicamente en la iglesia, ermita o cementerio y manifestar públicamente estar acogido a la protección eclesiástica, bastaba para que esta fuera efectiva. En la práctica, en algunas ocasiones, las autoridades laicas hacían caso omiso de esta declaración y extraían al delincuente del templo, lo que inevitablemente acarreaba un conflicto entre dichas autoridades y las eclesiásticas. En Navarra se cuentan por docenas los casos de procesos por este motivo, sin contar los muchísimos casos en los que los asilados a sagrado se acogían sin ningún problema. Hasta épocas relativamente tardías siguió plenamente operativo este mecanismo de protección. Así, por ejemplo, en 1732, José López de Armendáriz, natural de Tudela y Luís de Huesca, de Canfranc, fueron sorprendidos con una carga de tabaco de contrabando en Arizkun. Detenidos y transportados a la cárcel de Pamplona, al pasar junto al cementerio de la iglesia de Arizkun se abalanzaron sobre la pared, la tocaron y manifestaron acogerse a sagrado, pero los que los custodiaban, sin tenerlo en cuenta, se los llevaron violentamente. El pleito de inmunidad duró hasta 1734 cuando finalmente se sentenció que habían sido llevados ilegalmente y que debían ser restituidos al sagrado. Desde 1773 sólo se permitió que hubiese en cada localidad una sola iglesia que sirviese de refugio, entrando a partir de entonces la costumbre del asilo en decadencia, aunque todavía se dieran algunos casos aislados hasta los inicios del siglo XIX .

En cualquier caso, si las gentes de los pueblos usaban las iglesias y ermitas como cosa propia era porque en muchos casos las habían levantado con su propio esfuerzo y a costa de su pecunio y en siempre eran los encargados de su costoso mantenimiento.

“Nuestros baserritarras construyeron sus ermitas y templos. Y, al menos en lo que toca a Aramaiona, podemos afirmar a boca llena que lo hicieron con sus propias manos y a expensas de sus sudores. Por eso los tenían por suyos y eran administrados por ellos. Ellos se buscaban sus sacerdotes y “beatas” y los mantenían. Y ellos decidían y pagaban las obras de edificación o mejora. […] El mayordomo o administrador de los que denominaban “Fábrica parroquial”, que comprendía todas las relaciones económicas que se referían a su iglesia, era siempre un seglar, elegido por ellos. El sacerdote y demás servidores eran eso: servidores, que tras unos años de ministerio, podían trasladarse a otra parte. El que nunca se trasladaba era el pueblo; por eso cuidaba de su iglesia”.

Yo no sabría explicarlo de mejor manera y por ello recurro a esta cita referida a un valle alavés, pero cuyo contenido podría hacerse extensivo a buena parte de los pueblos del ámbito rural navarro y aún a no pocas localidades medianas e incluso urbanas. La iniciativa de levantar iglesias y ermitas en ocasiones correspondía a la propia Iglesia, en otras a los particulares, pero en una gran parte de ellas era en exclusiva de los pueblos. Por lo que hace a las iglesias cuyos patronos eran señores laicos, el fenómeno estuvo bastante extendido en la zona septentrional del País, sobre todo en Bizkaia. Por lo común el objetivo fundamental de estos “patronos diviseros” era el de levantar un templo para que sirviese de enterrorio a los miembros del linaje. Como tales patronos tenían derecho de presentación de cargos eclesiásticos e incluso percibían los diezmos, contribuyendo luego al mantenimiento de los eclesiásticos con el pago de su congrua. Por lo general se reservaban, además, la posibilidad de colocar sus escudos de armas en lugar bien visible como símbolo de su patronazgo. Desde luego, procuraban que el templo fuese su lugar de enterramiento en exclusiva y si no lo conseguían, por lo menos se procuraban la ubicación de la capilla o sepultura funeral familiar en el punto simbólicamente más destacado del mismo: la zona más cercana al presbiterio del lado del Evangelio. Gozaban además de asientos eminentes y de ocupar los puestos privilegiados en algunas ceremonias públicas: ofrendas, procesiones,… Los conflictos de preeminencias a la hora de ofrendar en las iglesias estaba a la orden del día y, como no, en ellos un argumento determinante era el de ser el patrono de la iglesia . Desde luego las autoridades eclesiásticas intentaron hacer desaparecer o al menos minimizar los signos de patronato y posesión que los laicos habían colocado en diversas partes de los templos, pero por lo común con poco éxito. Un caso; en Tiebas en 1704, el visitador ordenó quitar de la reja de la capilla mayor los escudos de armas que los linajes de Fauto de Acedo y Juan Antonio de Rada tenían colocados desde antiguo en ella, dándoles un plazo de ocho días. Estos apelaron el mandato de visita ante el tribunal diocesano de Pamplona, alegando que los dichos escudos estaban puestos desde tiempo inmemorial por sus respectivas casas y lograron que se anulara el citado mandato .

Los ejemplos de iglesias levantadas con fondos provenientes de señores laicos son muy numerosos. Cabe aquí referirse solamente a alguno. Por ejemplo. En 1533 doña María de Moreno y Mendoza y su hijo don Rodrigo de Navarra y Mendoza, contrataron la obra de la nueva iglesia de San Miguel de Lodosa y los contratos sucesivos entre los canteros que siguieron las obras en 1585 se establecieron con los sucesivos patronos laicos de la parroquia . En Navarra además de las fundaciones eclesiásticas señoriales de época medieval, tuvo singular importancia la aportación posterior de donantes laicos privados con capitales provenientes de las Indias, sobre todo en el siglo XVIII. Así se levantaron las parroquias de Azpilicueta, Eneriz y Gaztelu con dineros provenientes de indianos y por supuesto imágenes, ornamentos y retablos se pagaron con fondos provenientes de mecenas de América. Así don Juan de Barreneche y Aguirre natural de Lesaka y avecindado en Guatemala costeó los retablos destinados a la iglesia de su pueblo que realizó Tomás de Jáuregui. En la parroquia de San Pedro de Puente la Reina se levantó el retablo de la virgen de las Nieves con fondos de la fundación de don Miguel Francisco Gambarte. Don Juan José de Fagoaga, natural de Goizueta y residente en México fue también un rico benefactor de su pueblo. En 1755 envió 2.000 pesos para el inicio de la construcción del retablo mayor de la parroquia y en 1758 volvió a destinar otros 2.000 pesos con lo que pudo arrancar la obra. Con dinero de indianos se hicieron también los retablos de la Virgen del Rosario de Arroniz, en 1735, y de Lezaun, en1739 y el de la Virgen de los remedios de la iglesia de Sesma en 1698 . En la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria de Cascante, en 1589 los esposos Luis Zapata y María Lisanco fundaron la capilla de la Vera Cruz. Para ello pagaron 50 ducados más la cuarta parte de un trujal colindante al convento. En la actualidad la capilla está dedica a Nª Sª de los Dolores. Los nobles esposos pusieron como condición que se celebrase en la citada capilla una misa con sermón todos los viernes de cuaresma. En 1820 el patronato de la capilla lo ejercía la familia Grasa-Guerra de la Vega. La tercera capilla de esta iglesia pertenecía al linaje de los Bobadilla. En cuanto a la dedicada a Nª Sª de la Victoria, los patronos fundadores fueron doña Isabel Enríquez de Navarra y su segundo esposo don Alonso de Cerbantes. En la capilla figuran los escudos de la familia fundadora y su árbol genealógico .

Ahora bien, de forma general en el ámbito rural y muy singularmente en lo tocante a las ermitas, los que pagaron la erección, mantenimiento y revestido de los bienes muebles fueron los vecinos de los pueblos con un esfuerzo continuado de siglos. En lo que hace a la construcción de iglesias y ermitas se financiaron con derramas y trabajo comunitario conocido como “auzolan”, por lo que toca al mantenimiento y construcción de retablos, imágenes, óleos, ornamentos, etc. se recurrió a los medios económicos más variopintos: en ocasiones se utilizaban fondos parroquiales provenientes del cobro de impuestos sobre todo de diezmos y primicias; también se recurría a limosnas y cuestaciones y los ayuntamientos entregaban fondos de sus arbitrios y contribuciones anuales, sin faltar los auzolanes para retejo, encalado, etc. Correlativamente, los vecinos-patronos intervenían en la designación de los sacerdotes y personal auxiliar (seroras, sacristanes, organistas). Veamos algunos ejemplos.

La iglesia de Santa Maria del Romero de Cascante existía desde la Edad Media y era de patronato del Concejo. En 1473 para arreglar el terrado del templo el Ayuntamiento cargó a los vecinos un impuesto de un cornado sobre cada libra de carnero. El Ayuntamiento tenía facultad para designar personal auxiliar del templo. En 1527 el Regimiento se concertó con el organista. Para ciertas cuestiones, como estas, se formaban comisiones mixtas en las que participaban el vicario y el alcalde o jurados. Los pagos recaían sobre el Ayuntamiento. Durante los días 30 y 31 de mayo de 1684 el templo sufrió un incendio, que lo arrasó completamente, por lo que los vecinos y el ayuntamiento decidieron reconstruirlo. Inmediatamente se iniciaron las labores de desescombro y reconstrucción. Se constituyó una Junta de obras integrada por el ayuntamiento y eclesiásticos y confirmada por el Real Consejo de Navarra y el obispado de Tarazona. Se remató la manufactura en 1.550 ducados. La obra concluyó en 1693 y reunido el Ayuntamiento y la Veintena decidieron trasladar la imagen de la Virgen del Romero a la nueva iglesia “a donde se entierran todos los vecinos de la Ciudad”. En esta fecha de 1693, el alcalde de Cascante manifestaba lo siguiente: “…a propias expensas, trabajo y limosnas de los mismos vecinos se ha reedificado en el mismo monte y puesto nueva iglesia tan suntuosa que su fábrica importa más de doce mil ducados, sin incluir en estos el retablo y rejado de hierro que cuesta más de 1.400 ducados” .

Siguiendo con el caso de Cascante, como en el pueblo sólo había una única parroquia, en la década de 1570 los vecinos se plantearon ampliar la oferta religiosa y erigir un convento. Se iniciaron las gestiones, se contactó con órdenes religiosas y el 20 de noviembre de 1586, se celebró el Concejo Abierto o Plega general, acordándose ceder a los frailes Mínimos de Zaragoza el hospital más las casas y patio contiguos para erigir el convento e iglesia, pero con la condición de reservar la propiedad y patronazgo a la villa. Además como los frailes necesitaban huerta pensaron comprarles una perteneciente a los herederos del zapatero Juan Cunchillos. Tanto para esta compra como para las reparaciones de los edificios donados se destinaron los 500 ducados que se tenían para redimir ciertos censos. El alcalde como co-patrono del hospital se dirigió con los frailes y el pueblo en conjunto a otorgarles el uso del edificio, con las correspondientes llaves. El otro co-patrono del Hospital, el vicario, se resistió a entregar a los frailes las llaves que tenía, aunque finalmente hubo de ceder. Como la villa se había quedado sin Hospital, cedió para este uso el edificio propio “que dicen el Castillo” que en adelante acogió las funciones hospitalarias. Literalmente Fernández Marco dice, siguiendo a Martín Guerra que había publicado al respecto un artículo en 1923 titulado: “La fundación del convento de la Victoria de Cascante”:

“… el escribano Azcona cumplió su promesa y la espaciosa huerta, que costó 263 ducados y siete reales y medio, fue entregada a los frailes. Pero también fueron adquiridos, para el convento, las casas y patio lindantes con la huerta, tasados en otros 870 ducados. Por supuesto todas estas adquisiciones fueron hechas con el erario del concejo, que conservaría la propiedad de dichos bienes. En cuanto a las capítulas de la fundación, nos parece oportuno recalcar que la capilla mayor de la iglesia – que sería construida- se la reservaba la villa como capilla de patronato, quedando obligada a suministrarle los ornamentos y alumbrado –cera y aceite- en cierta cantidad estipulada. En compensación, la misa mayor o conventual seria ofrecida en favor de la villa” .

El Ayuntamiento pagó además otros bienes muebles para vestir la iglesia del nuevo convento; concretamente a Miguel Pertus 200 reales por pintar tres lienzos para los altares de Nuestra Señora de la Victoria, san Francisco de Paula y san José. En el siglo XIX convento e iglesia fueron desamortizados, el primero fue arrendado durante la guerra carlista “y en 1850 cedido al ayuntamiento, quién dejó bien asentado que el edificio –en realidad- siempre le había pertenecido”. En 1868 se convirtió en parroquia .

En ocasiones la edificación o el renuevo de las ermitas se hacía a costa de algún acaudalado vecino que sufragaba los gastos dejando luego el uso a la comunidad. Así por ejemplo la de Nuestra Señora de Zuberoa de la villa de Garde. Se remontaba el edificio original al siglo XIII, pero para 1672 amenazaba ruina, por lo que el Concejo y jurados de la localidad solicitaron permiso para reedificarla, cosa que cumplió el arquitecto José Fernández de Uncastillo para 1702, cobrando por ello 2.756 reales. Se sufragó la obra con el legado de un vecino de Garde don Felipe de Atocha y Maisterra, agradecido porque presuntamente la Virgen había salvado de un peligro .

Correlativamente al esfuerzo económico de haber levantado o reconstruido los templos correspondía en este caso el patronato de los mismos y el derecho de presentación de sus servidores a los pueblos y en su representación a los respectivos ayuntamientos. Éstos presentaban candidatos para cubrir las vacantes de párrocos, beneficiados, sacristanes, beatas, ermitaños, etc. y procuraban celar por el mantenimiento indiscutido de este derecho. En ocasiones éste se ponía en cuestión, de donde surgía el inevitable conflicto que normalmente se solventaba con la confirmación de los derechos vecinales. Así sucedió en 1865 en Tiebas con confirmación del derecho que acogía a los vecinos de presentar vicario como patronos de la parroquia que eran . Desde luego eran luego ellos los que tenían que cargar con el mantenimiento del vicario; por ejemplo, siguiendo con el ejemplo de Tiebas, entre 1598 y 1601 hubo un pleito entre el vicario de la población y los vecinos y concejo de la misma a causa de que los segundos habían incumplido un mandato del obispo para que subiesen la asignación destinada al sustento del primero. Los vecinos daban al cura 100 reales y 24 robos de trigo que sacaban del hórreo común y reconocían que para atender a las necesidades de 200 habitantes más los viajeros era una cantidad escasa. Ahora bien si no le daban más era porque carecían de medios para hacerlo .

Como digo, en el caso de las ermitas la titularidad, propiedad y patronazgo corresponde casi universalmente a los vecinos y en su nombre a los respectivos ayuntamientos. En algunos casos eran de patronato privado laico o de cofradías. Veamos el caso de Corella. La ermita de Nuestra Señora del Villar era de patronato del ayuntamiento de la villa y como tal éste nombraba capellán, mayordomo y ermitaño. El retablo mayor fue contratado por el ayuntamiento en 1627. La ermita de la Purísima Concepción fue erigida entre 1561 y 1587, por iniciativa particular, probablemente por Beltrán Virto de Vera. Durante el siglo XVIII los propietarios y patronos eran los miembros de la familia Sesma; concretamente en 1789 era doña Mariana de Sesma y Gorraiz de Beaumont. La ermita de San Blas fue reedificada en 1588. La viuda de don Juan Alfonso de Sada encargó en 1614 el dorado y la pintura del retablo. Reedificada de nuevo a costa de don Pedro de Sada, caballero de Santiago y gobernador de Guatemala, la gestión correspondía al ayuntamiento que era quien daba permiso para la elección del ermitaño. En cuanto a la ermita de San Gregorio, durante el siglo XVI sus propietarios y patronos legos eran Pablo Vicente y Margarita Serrano que instituyeron en su testamento misa perpetua y mandas; durante el siglo XVII y primera mitad del XVIII la propiedad recae en la familia Luna. En 1757 estaba ruinosa. El nuevo propietario fue don José Iriarte, pero se arruinó para inicios del siglo XIX. Para la edificación de la ermita de San Juan los vecinos dieron permiso en 1671 al ayuntamiento, el cual la levantó junto a la muralla y foso. En 1730 fue ampliada por la cofradía de San Juan. Por lo que hace a la ermita de San Pedro era propiedad del municipio. En 1595 el ayuntamiento se lo cedió a los carmelitas para que erigieran allí su convento. Por último, la ermita de San Francisco de Asís fue erigida por los vecinos del Barrio Bajo, los que obtuvieron permiso del ayuntamiento en1673 para ello, reservándose éste el patronato. En 1676 se fundó una cofradía por lo vecinos del barrio que se encargó de concluir la obra de la construcción de la ermita .

Por supuesto, si los vecinos fueron los que cargaron con la financiación del levantamiento de los edificios sacros, tanto más fueron los que se encargaron de pagar su revestimiento interior, bienes muebles y ornamentos. La lista de retablos, lienzos, imágenes, cruces, etc. pagados por suscripción popular o a costa de bienes concejiles se haría infinita. Basten aquí algunos pocos ejemplos. En Puente la Reina en la segunda mitad del siglo XVII se utilizó el dinero proveniente del arriendo del aguardiente para pagar el retablo mayor de la iglesia. En Valtierra en 1685 los 460 ducados que costó el retablo del santuario de la Virgen de la Esperanza se pagaron en parte con las limosnas recogidas entre el pueblo y en parte con los fondos provenientes del arriendo del soto de la Villa durante 10 años . En Murchante, en 1696 reunidos los co-patronos de la parroquia, el vicario y los regidores de la Villa, contrataron el retablo del altar mayor al maestro arquitecto de Tudela, Francisco Gurrea, en 400 ducados . En el siglo XVI, el vecino de Orreaga Pedro de Casanova encargó al escultor francés Baltasar Febre o Baltasar de Arrás que estaba avecindado en Tarazona, una piedad de alabastro para el monasterio de esta localidad que costó 20 ducados de oro viejo. Por su parte, el patrono y los parroquianos de San Juan Bautista de Estella encargaron a Pierres Picart el retablo mayor. Se estimó el costo en 1.800 ducados que luego se rebajaron a 1.340, a pagar en un plazo de 5 años. A su vez, en 1577 los vecinos de Valtierra decidieron encargar un retablo mayor adecuado al nuevo templo para lo que se reunieron en concejo y dieron poder al alcalde y regidores para formalizar el encargo. El trabajo lo recibió Juan Martínez de Salamanca, que murió sin terminarlo. La primera tasación de lo que había hecho ascendía a 2.400 ducados que luego se rebajó algo. Para terminar el retablo participaron cuatro escultores a lo largo de 20 años con los correspondientes desembolsos para cada uno . Una obra de gran envergadura fue la construcción de la capilla de Santa Ana de Tudela, decidida por acuerdo municipal de 1/7/1713, a la que, inicialmente, el Ayuntamiento aportó 2.000 ducados y el Cabildo 900. Además colaboraron tudelanos acaudalados con aportaciones como la de Juan de Mur y Aguirre, que contribuyó con 500 pesos de plata de a 8 reales. Para 1723 se estimaba que los tudelanos llevaban gastados en la capilla 30.000 ducados y que faltaba un último empujón para terminarla, por lo que el Ayuntamiento obtuvo permiso del Consejo Real para poder destinar otros 2.000 ducados más provenientes de fondos de propios. Se inauguró en 1725 .

Por lo demás, la financiación de los retablos, capillas e imágenes correspondió frecuentísimamente a las cofradías y los gremios. Las cofradías del Rosario, por ejemplo, levantaron capillas en la mayor parte de las iglesias sufragadas de sus fondos propios. Así en los dominicos de Pamplona, en la parroquia de Santa María de Tafalla en 1743, o en la parroquia de Larraga. En cuanto al pago de imágenes, a título de ejemplo, en 1825 la Cofradía de la Soledad de Cascante mandó hacer nuevas imágenes para la procesión del Viernes Santo: un Santo cristo para el descendimiento y una Virgen de la Soledad. Encargó las imágenes a Miguel de Zufía, ajustándose en 80 duros. Las pintó Evaristo Olano de Alfaro. Se bendijeron en 1826 y se instalaron en la capilla de la Soledad .

En efecto, las iglesias y ermitas fueron, de forma general, construidas con dinero y esfuerzo de los habitantes de los distintos pueblos, se reservaron su patronazgo y como tal hubieron de seguir haciendo frente al moblaje y revestimiento interior de las mismas; igualmente se encargaron del mantenimiento de los eclesiásticos y de las reparaciones de los edificios e hicieron uso de ellos, además del estrictamente religioso, para otras muchas facetas de la vida económica y social, desde reunirse para la gestión del municipio, hasta enterrar a sus muertos, pasando por convertir este escenario privilegiado en la representación simbólica de la propia jerarquía social sobre la que se suponía descansaba el colectivo o por refugiarse en él cuando amenazaba un peligro.

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