El gobierno y los registros deberían acelerar la identificación de todos esos edificios y lugares para hacerlos volver cuanto antes a su legítimo propietario
Por Rafael Sanmartín en lavozdelsur.es
Sería del máximo interés saber a ciencia cierta qué diríamos si prestaran una casa a alguien para que tenga dónde vivir, y la inscribiera a su nombre en el Registro y luego la vendiera. Eso es prácticamente imposible para un particular, pero la jerarquía de la Iglesia católica ya lo ha hecho y lo está haciendo. Eso son las inmatriculaciones, más de mil en todo el territorio peninsular e insular que política y administrativamente forma parte del reino de España. La Iglesia ha ido recibiendo en usufructo templos, palacios, catedrales, mezquitas, casas, cementerios y hasta calles y plazas. Convirtió las mezquitas y sinagogas en iglesias y ahora niega el derecho de uso a otras confesiones. Y ha ido poniendo a su nombre, con la sola firma del Obispo y treinta euros, en recuerdo de la traición iscariota, a esos más de mil bienes, no todos localizados y algunos ya vendidos.
La jerarquía eclesiástica, como se ha dicho, ha inmatriculado más de mil bienes, cedidos con derecho a uso, pero no en propiedad, no regalados, salvo que alguno de ellos, excepcionalmente, hubiera sido donado de forma legal, pero esos tendrán su documentación correspondiente por lo que no necesitan ser registrados de nuevo. Apropiarse lo que no es propio, es un acto indigno e ilegítimo como sería el caso de la casa del ejemplo con que se abre este artículo. Pero las autoridades y los registros ¿tal vez temerosos de un decreto de excomunión? niegan información, lo que retrasa la identificación plena de todos esos bienes y dificulta su reclamación consecuente. Reclamación de propiedad, no de uso, insistimos para dejarlo claro a quienes interesadamente han inventado que alguien le quisiera quitar las iglesias y catedrales a la Iglesia católica.
No se reclama el uso, que se seguirá permitiendo, sí la propiedad, al ser del común. En cambio la Iglesia sí limita el uso público de todos ellos, como ocurre en el Patio de los Naranjos de la Catedral de Sevilla, imposible visitarlo, desde que ha perdido la condición de espacio público de la que siempre gozó hasta el año 1992. Esos bienes no son propiedad de la Iglesia, ni de los registradores, ni de los ayuntamientos, ni del gobierno. No son de nadie porque son de todos y deben seguir siendo de nadie, para que sigan siendo de todos, del común. Lo que es del común, es decir, del conjunto de todos los españoles de nacimiento o adopción, no es de nadie, por eso no se puede privatizar. No son pignorables, no son vendibles, no se pueden regalar, porque sus únicos propietarios legales son todos los habitantes del Estado español. De forma consecuente no pueden ser privatizados por ninguna entidad ni institución, ni pública ni privada.
Pero la Iglesia ha practicado su política de hechos consumados, y asidos a un decreto de dudosa legalidad, se ha apropiado más de mil. Más de mil bienes del común que han inmatriculado, han puesto a su nombre y por tanto han privado de ellos a sus legítimos propietarios. Nadie se va a oponer a que la Iglesia siga disfrutando del uso de iglesias, capillas, ermitas y catedrales, parece necesario insistir; pero se exige de forma consecuente la aplicación de la legitimidad del común para reclamar la propiedad de esos bienes.
La pignoración de algunos de esos bienes, posible gracias a la inacción de las autoridades, es lo que puede quedar de las inmatriculaciones, porque dificulta grandemente su reversión al común. El gobierno y los registros deberían acelerar la identificación de todos esos edificios y lugares para hacerlos volver cuanto antes a su legítimo propietario. Porque en su política de hechos consumados, ya comentada, la jerarquía de la Iglesia católica ha procedido a vender algunos de ellos, lo que en su momento dificultará de forma ostensible su posible recuperación.
Y algo queda de la inmatriculación: la venta de algunos de esos edificios —hasta ahora casas y espacios rurales, fundamentalmente— da idea de la prisa de la Iglesia por deshacerse de ellos antes de que el gobierno espabile y anule o derogue el decreto que les permitió inmatricularlos.