«No fue eso lo que prometieron en el discurso de investidura y en sus programas electorales. Dejan las cosas como estaban, confundiendo mediocridad y prudencia con cobardía a la hora de enfrentarse con uno de los males endémicos del Estado español»
Por Antonio Manuel Rodríguez (@antoniomanuel_) – Recuperando
Decía Baudelaire que Dios es el único ser que para reinar no tuvo siquiera la necesidad de existir. Pero quienes reinan en su nombre, sí. Y la única manera de mantenerse vivos consiste en acaparar poder y patrimonio para perpetuarse. Nada que ver con lo que predicaba el Dios al que rezan. La Iglesia, por encima de Dios, cree en sí misma.
La jerarquía católica en España siempre tuvo poder y patrimonio mientras formó parte del Estado como una muñeca rusa. Y aun así, la desconfianza de los monarcas castellanos y aragoneses se plasmó en numerosas órdenes que prohibían o revocaban las donaciones a la Iglesia. Fue José Bonaparte quien nacionalizó todos los bienes que poseía, conforme a los postulados ilustrados de la Revolución Francesa. Así se explica que el clero apoyara la Constitución de Cádiz, a cambio de que se incluyera en su articulado que la religión de España era la católica, apostólica y romana, única y verdadera.
Sobra decir que para nada creía en el constitucionalismo y que tan pronto regresó Fernando VII se abrazó a su causa, a cambio de que salvaguardara su poder y su patrimonio. A medida que se agudizaba la crisis social, los ilustrados reivindicaron la urgencia de recuperar para el Estado los bienes que la Iglesia poseía en manos muertas. Esta fue la razón que motivó las primeras desamortizaciones. Aunque fracasaron en la finalidad social que defendía Flórez Estrada, al hacerse con ellos la incipiente burguesía y no los campesinos, lo importante es que el Estado no indemnizó a la Iglesia, dejando bien claro que siempre fueron bienes públicos.
La reacción conservadora fue la firma del Concordato de 1851 con el Vaticano que por primera vez en la historia de España separaba Iglesia y Estado, solo a efectos patrimoniales, permitiendo a la Iglesia poder adquirir bienes por sí misma. Lejos de paliar la bancarrota, Madoz tuvo que recurrir de nuevo a la desamortización de bienes religiosos pero, a pesar de tener clara su naturaleza pública, entregó a cambio títulos de deuda a la Iglesia que el Estado siguió pagando incluso durante el franquismo. Y es aquí donde comienza el milagro de los panes y los peces que ha permitido a la Iglesia católica convertirse en dueña de lo que simplemente poseía.
En efecto, la primera ley hipotecaria permitió a la Iglesia inscribir la propiedad de lo que hubiera adquirido después del 4 de abril de 1860, pero solo la posesión o la simple tenencia del resto de bienes anteriores a esa fecha por ser desamortizables. En ningún caso, los templos de culto. De hecho, el art. 4 RD 6 de noviembre de 1863 excluía la inscripción de los “bienes que pertenecen al dominio eminente del Estado, cuyo uso público es de todos, y los templos destinados actualmente al culto, pero si alguno de ellos cambia de destino y entra en el dominio privado del Estado, las provincias, los municipios o establecimientos públicos, debe exigirse inmediatamente su inscripción”. La norma es reveladora porque reconoce la naturaleza pública de los templos de culto y cómo la desafectación los convierte en patrimoniales de la administración, es decir, en ningún caso de la Iglesia.
Durante la segunda República, la Iglesia y el Estado se separan a todos los efectos y resulta necesario regular el régimen jurídico de sus bienes. Siguiendo el precedente francés, dado que el servicio del culto dejaba de estar a cargo del Estado, los bienes seguían permaneciendo en el dominio público. Aunque pueda sorprender, la Dictadura deroga esa norma pero los bienes religiosos no cambian de titularidad, siguen siendo públicos porque la Iglesia también es Estado.
Cuando desaparece la posesión del Registro, la ley hipotecaria de 1946 concede a la Iglesia el privilegio de inscribir la propiedad como si fuera una Administración Pública, equiparando a sus obispos con notarios. Una prerrogativa exorbitante que hasta entonces no tenía, como regalo por haber respaldado el golpe de Estado, pero que tampoco alcanzaba a los templos de culto que seguían siendo demaniales.
Esa norma deviene inconstitucional en 1978 por contravenir el principio de aconfesionalidad del Estado. Pero nadie se preocupó de derogarla expresamente, ni de regular la naturaleza de los bienes religiosos de extraordinario valor cultural, a diferencia de lo que ocurrió durante la segunda República, y la Iglesia siguió inscribiendo bienes a su nombre, incluso templos de culto a pesar de la prohibición.
Fue Aznar quien, por primera vez en la historia, los privatiza en 1998. A partir de ese momento, la Iglesia continúa inmatriculando de forma masiva templos de culto y cualesquiera otros bienes de toda índole que nadie tuviera a su nombre. Hasta que gracias a la presión ciudadana y a una sentencia del TEDH, el gobierno del PP se ve forzado a derogar el privilegio franquista, pero sin declarar la nulidad de lo ya inmatriculado, generando una amnistía registral.
Dos años después, el grupo socialista presenta una PNL en el Congreso solicitando los bienes inmatriculados por la Iglesia desde 1998. Es evidente que lo hace para instrumentalizar políticamente la petición señalando a Aznar como único responsable del escándalo, cuando ya sabemos que debía haberlo hecho desde 1946 o, al menos, desde la entrada en vigor de la Constitución.
En el verano de 2018, tras la moción de censura, el PSOE anuncia que ya tiene preparado el listado para hacerlo público. Pero pasan los meses en blanco. A nadie escapa que pudo servir de moneda de cambio con el Vaticano y la Conferencia Episcopal en relación a su no beligerancia en polémicas como la exhumación de Franco, la ley de la eutanasia o la Ley de Educación. Ahora, casi tres años después y pasadas las elecciones catalanas, el gobierno de coalición hace público el listado de 35.000 bienes, acompañado de un informe en el que cuestiona la constitucionalidad de las inmatriculaciones, pero prefiere lavarse las manos delegando en los ayuntamientos y particulares la reclamación indebida de los bienes.
No fue eso lo que prometieron en el discurso de investidura y en sus programas electorales. Dejan las cosas como estaban, confundiendo mediocridad y prudencia con cobardía a la hora de enfrentarse con uno de los males endémicos del Estado español. Qué lejos quedan aquellos políticos que lo intentaron durante las desamortizaciones o la segunda República. No se trata de una cuestión religiosa, en absoluto, sino de defensa del patrimonio público y de la legalidad vigente. Pero todo ha quedado reducido a un indulto registral, tras unas negociaciones en las catacumbas, a saber a qué precio.
Si nada ha cambiado, sigue siendo necesario exigir el listado de todos los bienes inmatriculados desde 1946, declarar la nulidad de los inscritos por la sola palabra del obispo desde 1978 por inconstitucionalidad sobrevenida, y reformar la legislación patrimonial del Estado para dejar claro cuáles son los bienes religiosos que deberían ser inventariados como públicos por su extraordinario valor histórico y cultural, como ocurre en el resto de Europa.
Nada se le está quitando a la Iglesia católica que mantiene intacto su derecho a registrar lo que crea que le pertenezca, pero acreditándolo sin privilegio alguno. Porque es inconcebible que la Catedral de Lisboa o de Nôtre Dame pertenezcan al pueblo, y la Mezquita de Córdoba esté a nombre de un obispo.