‘No robarás’

Laura Lucía Pérez Ruano. Así reza el séptimo mandamiento de la Iglesia católica, cuya jerarquía eclesiástica, contraviniendo los valores de pobreza evangélica que predica, no se aplica a sí misma.

Los feligreses, que siguen creyendo en la palabra de Dios, encuentran hoy cerradas las puertas del templo, desde que en 1998, siendo Aznar presidente, se otorgara a los altos mandatarios de la Iglesia el derecho a registrar a su nombre incluso las edificaciones destinadas al culto, que hasta entonces habían quedado salvaguardadas de dicha potestad. Todo ello bajosecreto de confesión; hasta que en 2007, y por casualidad, miembros de la Plataforma de Defensa del Patrimonio de Navarra descubrieron y denunciaron, pioneros en el Estado, que las diócesis de Pamplona y Tudela habían inmatriculado 1.087 bienes inmuebles, un 78% de los cuales son lugares de culto.

Iglesias, ermitas, cementerios, plazas, frontones… que, habiendo sido construidos con el dinero y esfuerzo de los lugareños, habían sido registrados a nombre de la Iglesia gracias a una normativa cuya inconstitucionalidad no recurrió el PSOE en su momento, y cuya posterior derogación dificulta hoy exigir su devolución, consolidándose lo que se ha venido a denominar la amnistía registralde los bienes inmatriculados, como consecuencia de la usucapión por el paso del tiempo.

Para la comprensión de este anacronismo, que no puede sustentarse en pleno siglo XXI, debemos remontarnos al S.XIX, época en la que el modelo de relación Iglesia-Estado era de corte confesional. En el contexto de la segunda desamortización llevada a cabo por el ministro navarro Pascual Madoz, se promulga la Ley de 1 de Mayo de 1855 por la que todos los bienes del Estado, de la Iglesia católica y de los ayuntamientos pasan a ser propiedad del Estado liberal que, por necesidades económicas, son vendidos a la burguesía.

Sin embargo, algunos de estos bienes quedaron exentos de dichas leyes desamortizadoras, y para dejar constancia de su existencia, se ordenó a las diócesis en las que radicaran dichos bienes que realizaran una relación de los mismos a incluir en sus archivos diocesanos. Sólo para aquellos supuestos en los que se careciera de título inscrito se arbitraría una fórmula para la inscripción de los bienes eclesiásticos, semejante a la que había respecto de los bienes inmuebles estatales: la certificación posesoria expedida por el obispo.

La Constitución de 1931 de la II República declaraba que “toda la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, quedaba bajo la salvaguarda del Estado”.

Sin embargo, derogada la legalidad republicana por la vía de las armas, será la Ley Hipotecaria de 1946 del régimen franquista la que, con muy poca imaginación, restablezca el criterio de la legislación anterior a la República, es decir, de la Ley Hipotecaria de 1915. Criterio decimonónico que otorgaba a la jerarquía eclesiástica el carácter de fedatariopúblico y, por lo tanto, el derecho a registrar los bienes a su nombre, sin más título que el manifestar que les pertenecía “desde tiempo inmemorial” y, por lo tanto, olvidándose también de las distintas desamortizaciones.

No obstante, ya entonces existía una excepción en el reglamento que desarrollaba el art. 206 de la Ley Hipotecaria, en cuyo artículo quinto se excluía expresamente la posibilidad de inmatricular los templos destinados al culto católico. Ni siquiera el régimen franquista se atrevió a levantar la excepción que, bajo el mandato de Aznar, en 1998, se derogó, dejando abierta esta posibilidad.

Con la llegada de la democracia y la proclamación de la Constitución del 78 no sólo se establece que ninguna confesión tendrá carácter estatal, sino que se derogan cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en la misma. Por lo tanto, en función de esta disposición derogatoria de la Constitución, ya deberíamos entender automáticamente derogado el artículo 206 de la Ley Hipotecaria. La modificación de Aznar del citado artículo, mediante decreto ley, con esa capacidad dialogante que caracteriza a los herederos políticos de nuestro pasado reciente, agravaba aún más, si cabe, una legislación ya de por sí inconstitucional, según avalan diversas sentencias del Tribunal Constitucional, con base en los principios de laicidad e igualdad.

Según la Ley de Patrimonio Histórico de 1985, se tiene por expolio toda acción u omisión que perturbe el cumplimiento de la función social del patrimonio histórico y, por consiguiente, su acceso por parte de la ciudadanía al uso y disfrute de dichos bienes, siendo un deber de las Administraciones públicas su protección y recuperación.

¿Qué pasaría si los inmuebles actualmente propiedad de la Iglesia fueran enajenados y un día amaneciéramos con la fachada de la catedral de Pamplona con el anagrama de Caixa Bank o cualquier otra entidad? Esto es lo que podría suceder, por rocambolesco que resulte, si se reconociera y consolidara la titularidad privada de dichos bienes. De hecho, ya está sucediendo.

El Arzobispado debe devolver los bienes inmatriculados en favor de las comunidades que los levantaron con sus propias manos, inscribiendo en su caso, uno a uno, los que pudieran legítimamente pertenecerles conforme a los instrumentos generales previstos legalmente para el resto de mortales, es decir, mediante expediente de dominio o acta de notoriedad, tal y como reiteradamente le ha solicitado el Parlamento de Navarra.

Hay realidades que son irrefutables digan lo que digan los registros de la propiedad, porque en cada una de las piedras de esos bienes apropiados retorciendo la legalidad, se halla grabada nuestra memoria colectiva, nuestra historia y nuestra identidad.

Todo lo erigido piedra a piedra, durante siglos, cualquiera que sea la localidad, gracias al trabajo en común, es patrimonio del pueblo.

Harriz-harri, mendez-mende, herriz-herri, auzolean eraikitakoa herriari dagokion ondarea da, lege, eliz-gizon eta jaungoiko guzien gainetik.

Por todo ello, un año más, acompañaremos a la Plataforma de Defensa del Patrimonio de Navarra frente al Arzobispado.

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