Poder eclesiástico y patrimonio

Nabarralde

Mikel Sorauren
Historiador

1.ORIGEN DEL PODER POLÍTICO DE LA IGLESIA
La Iglesia católica se ha caracterizado siempre por la pretensión de constituir un poder independiente y situarse por encima del poder estatal y civil en general. Tal pretensión no tiene paralelo en otras áreas del Cristianismo, como son las de la ortodoxia oriental o las protestantes de más al Oeste. Los patriarcas de Constantinopla y de otras metrópolis cristianas reconocieron siempre la superioridad del poder civil, porque entendían que si el poder venía de Dios, el emperador era también el máximo representante de Dios en la tierra. Todo ello a pesar de momentos en los que algunos emperadores fueran cuestionados, no tanto por el poder eclesiástico, como por la sociedad en general.

Esta particularidad de la Iglesia romana nace de la pretensión de supremacía que se atribuyeron los pontífices de la ciudad de los césares sobre el conjunto de la cristiandad, aunque parece que no les fue reconocida por sus homólogos orientales. Los obispos de Roma aprovecharon la circunstancia del traslado del poder político hacia otros centros diferentes de Roma, para hacerse con el mismo en aquella ciudad que había sido el centro del Imperio, en el periodo de varios siglos que sigue a la disolución del Imperio romano en occidente; en tanto se articula el nuevo sistema de poder que caracteriza a la Edad Media. La asunción del poder político por parte de la autoridad eclesiástica no constituye un hecho insólito en la Europa occidental de aquella época. Muchos obispos asumieron en el ámbito de sus ciudades el control político que dejó por todas partes el vacío de poder, al desaparecer las viejas instituciones municipales romanas. La particularidad del caso romano estriba en el prestigio que tenía la Urbe para la mentalidad de la sociedad medieval. El obispo de Roma pretendió igualmente alzarse con la preeminencia en el plano religioso sobre el conjunto de una Cristiandad que alcanzaba a amplias zonas de Oriente, hasta territorios con los que no era posible ninguna relación. De hecho ésta era un pretensión vacía, tanto más, cuanto durante siglos los acontecimientos de la Cristiandad oriental fueron determinantes en la configuración del Cristianismo. Desde luego, es un hecho que cuestionan muchos autores la pretendida institución del obispado de Roma por parte de San Pedro, ni de ningún otro pretendido apóstol.

La oportunidad del obispo romano para ser reconocido como jefe del Cristianismo llegará a finales del siglo VIII, a raíz del intento de los emperadores francos carolingios de reconstituir un Imperio –el romano- que les permitiera a ellos mismos imponer su dominio al conjunto de Europa. Carolingios y papas se hicieron mutuamente entrega de legitimidad política y supremacía eclesiástica universal. El papa nombraría emperador a Carlomagno, atribuyéndose el derecho a supervisar el poder político, desde la autoridad moral que le daba el ser considerado vicario de Cristo y dispensador de la verdad revelada, doctrina esta que debía presidir el conjunto del orden político de la sociedad cristiana. Al mismo tiempo obtuvo del emperador –máxima autoridad civil- el reconocimiento del poder político en los territorios denominados patrimonio de San Pedro. Este patrimonio consistía en el dominio efectivo sobre unos territorios que rodeaban la ciudad de Roma y que los papas defendían era resultado de la cesión hecha a sus predecesores por parte del Emperador Constantino, cuando éste trasladó la capital del Imperio a Constantinopla. Los papas llegaron a disponer de un documento que corroboraba tal transmisión del poder, la cesión constantiniana. Siglos más tarde Lorenzo Valla demostró que constituía una falsificación, al constatar que la tipografía y materiales con los que había sido elaborado correspondían a una época muy posterior a la de Constantino, pero la maniobra sirvió.

2. IGLESIA Y ESTADO:LUCHA POR EL PODER
A partir de este momento la iglesia romana intentará imponer su autoridad en el conjunto de Europa occidental, una autoridad que no se ceñirá al plano de lo religioso, sino que tendrá igualmente una vertiente de poder político. La manifestación más importante en este terreno la constituye la pretensión de los papas de estar situados por encima de cualquiera de los denominados poderes temporales, incluyendo el del emperador. Esta pretensión dará lugar a muy serios conflictos, en los que el poder civil fue convulsionado. Emperadores y reyes fueron afectados y en bastantes ocasiones se vieron obligados a ceder. Únicamente a finales de la Edad media las monarquías más fuertes lograron zafarse de tal control, pero no siempre. Enrique IV, los dos Federico HöhenStaufen sufrieron las intromisiones del papa de Roma.

Es cierto que el poder de Roma no resultaba efectivo en el conjunto de Europa ante la misma dificultad que existía para reconstituir el viejo Imperio romano. No obstante la jerarquía eclesiástica creó una estructura que hizo factible la influencia de Roma sobre el conjunto de Europa occidental. De hecho el señorío eclesiástico conformó en todas partes un pilar del estado y de la sociedad feudal. Así mismo, cabe mencionar el papel de las órdenes religiosas que acentuaron su dependencia de Roma y se constituyeron en correa de transmisión de las directrices del papa. Deben citarse en este capítulo la de Cluny y más tarde las mendicantes, sujetas todas ellas a la disciplina romana. De este modo Roma y la jerarquía eclesiástica crearon una estructura que permitía defender con la máxima eficacia los intereses del clero en toda la extensión de la Europa que se sentía identificada con el Cristianismo basado en el rito latino y el mismo Latín.

Es cierto que el papa estuvo muy lejos de ser reconocido como poder supremo en Europa occidental y central. No obstante, el clero constituyó siempre uno de los puntales del Estado; el que confería a una colectividad nacional y al estado mismo la patente de pertenecer a la comunidad internacional europea y el ser reconocido como igual por sus congéneres latinos. La identidad europea se basaba primordialmente en este factor, que daba cohesión a la cristiandad occidental, por encima de los conflictos entre los diversos poderes políticos, que siempre se avenían a superarlos en el marco de la comunidad cristiana. Papado, jerarquía y órdenes religiosas proporcionaron a Occidente homogeneidad cultural, que cubrió al conjunto de las sociedades europeas, por encima de sus especificidades culturales, particularmente porque los grupos dirigentes se identificaron con la manera concreta en que apareció la cristiandad occidental.

La lucha de la iglesia por ser reconocida como poder supremo se extenderá a lo largo de toda la edad media. Es cierto, no obstante, que el poder civil y los laicos consiguieron, finalmente, relegar a la Iglesia a la esfera exclusivamente espiritual que decía ser. En todo caso la transformación se produjo en medio de fuertes conflictos que convulsionaron importantes regiones de Europa y auténticas guerras abiertas. Destacaron entre estos conflictos los que tuvieron lugar entre las grandes monarquías europeas y el papado. A destacar el enfrentamiento entre el rey francés Felipe IV y el papa Bonifacio VIII, que arrastró igualmente a los templarios, modelo de orden religioso militar con una proyección política que comprometía al estado mismo. Al final de la Edad Media intelectuales y teóricos políticos exigían que la Iglesia reconociese la supremacía del poder civil y que ciñese su actividad a lo meramente espiritual, como es el caso de Marsilio de Padua. No quiere esto decir que los monarcas se viesen libres de la intromisión del poder eclesiástico en los asuntos civiles. Su capacidad de resistencia frente a Roma dependió de la fuerza política y militar de que disponían. Por ello no tiene nada de extraño que el Papa siguiera utilizando la excomunión como instrumento para doblegar a los reyes que se le oponían o a los que consideraba enemigos. Todos conocemos las consecuencias que tuvieron para la independencia de Navarra las famosas bulas de excomunión que se blandieron contra el rey navarro Juan de Labrit.

Las transformaciones que se produjeron en el siglo XVI con ocasión de la Reforma protestante cortaron por lo sano con las pretensiones de la Iglesia. Una de las primeras medidas de Lutero tras su ruptura con Roma fue declarar laicos los bienes de los monasterios. Esta medida permitió a la nobleza germana hacerse con las riquezas de monasterios y demás en los que la misma iglesia alemana basaba su poder político y social. En Inglaterra fue el rey Enrique VIII quien se apoderó de los mismos bienes como patrimonio del Estado. Un siglo más tarde Hobbes en su Leviatán justificaba de manera pormenorizada la supremacía del poder civil sobre el del pontífice.

3. BASES SOCIO-ECONÓMICAS DEL PODER ECLESIÁSTICO
El clero –jerarquías y órdenes religiosas- en la medida que constituía una parte del poder del Estado, participó del señorío sobre el campesinado y consiguió una parte importante de la riqueza material, incluso en las ciudades, a partir del control de instituciones varias, de tipo asistencial y otras. En el control de la riqueza adquiere una importancia primordial la renta que el campesinado debía pagar directamente al clero, a través de los diezmos y primicias. Esta renta parece consolidarse como obligación en la época carolingia y quedó generalizada para el conjunto de la iglesia latina, al mismo tiempo que se imponía el rito romano. El diezmo, en principio, se entiende como la décima parte de la cosecha, que todo campesino está obligado a pagar para el sostenimiento del culto. Del mismo se extrae la primicia, que constituye la parte de esta renta que se destina al sostenimiento de la obra de fábrica del edificio parroquial. Se incluye en ella además de la obra de fábrica –el edificio propiamente dicho- los elementos que son necesarios para el funcionamiento del culto. El resto de la renta –diezmo en sentido estricto- representa la parte directa que pasa a manos de los sacerdotes que componen la parroquia, en concepto de pago de su ministerio.

La organización eclesiástica se articuló en parroquias, que luego se organizaron en diócesis. Al frente de éstas fueron puestos los obispos –diocesanos- además se crearon las diócesis metropolitanas, con poder de supervisión sobre las diócesis sufragáneas. Toda esta organización culminaba en Roma. No obstante, cada uno de los escalones de la misma ejercía el control de una manera más eficaz y directa. En el medio rural los párrocos se encargaban de exigir el pago del diezmo y la primicia. Por lo que se refiere al primero, no siempre recaía en los sacerdotes de la parroquia, al menos en su totalidad. Las altas jerarquías eclesiásticas habían conseguido en muchísimos casos detraer parte de la renta de ciertas parroquias a favor de obispos, canónigos y diferentes dignidades. Las rentas de estas dignidades eran normalmente el resultado de aportaciones parciales de parroquias pequeñas, cuyos titulares nominales, normalmente el abad, eran atribuidos a canónigos, arcedianos y otros títulos que no ejercían en tales parroquia, pero que, por razón de su cargo nominal, resultaban partícipes en los diezmos de las mismas. Este hecho mermaba desde luego los recursos de los miembros del clero secular menos poderosos, mientras permitía al detentador del título acumular rentas de singular importancia, anexas a su cargo principal. La casuística es complejísima.

Tal desviación de las rentas parroquiales era justificada por múltiples fórmulas. Se hacía remontar la adscripción del título de Abad a momentos confusos de difícil comprobación documental. En realidad todas las parroquias cuyo titular efectivo ostentase el título de vicario –eran numerosas- se encontraban en tal situación y una parte de sus rentas decimales derivaban fuera del cabildo eclesiástico y permitían la dotación de la alta jerarquía. También cabe mencionar a los partícipes laicos de los diezmos. Eran aristócratas que habían conseguido se les entregase una parte de los diezmos parroquiales. Apoyaban su pretensión en la contribución que habían hecho, ellos o sus antecesores, en la edificación y mantenimiento del edificio religioso. No era una situación generalizada, pero sí abundante.

Esta digresión por los denominados partícipes nos permite afrontar de manera directa la materia que aquí nos interesa, referida a la propiedad de las parroquias y establecimientos parroquiales en Navarra. Los edificios parroquiales, a saber, iglesias, abadías, edificios primiciales y demás, son equipamientos propios de las comunidades campesinas y urbanas que los construyeron y han mantenido durante siglos, para los usos de la comunidad. Para entender lo que son tales equipamientos, es necesario que intentemos situarnos en lo que ha sido la sociedad tradicional. Hoy nos encontramos en una sociedad laica, que mucho más allá de la separación del poder civil con respecto a la iglesia, establece que el individuo no es miembro de la Iglesia misma, sino de una manera voluntaria. Hoy en día la Iglesia se identifica con la jerarquía eclesiástica. En el Pasado el individuo y toda la colectividad formaban parte de la Iglesia y la jerarquía constituía el elemento dirigente de la Iglesia misma. Desde esta perspectiva se puede entender que la colectividad hiciera suya la necesidad de dotarse de los elementos necesarios para el culto, incluyendo, naturalmente, la construcción de edificios y demás. Todos estos edificios parroquiales fueron construidos a iniciativa de los laicos y con medios materiales también de los laicos, de la misma manera en el marco rural que en el urbano y en ellos queda la huella de tal iniciativa. La parroquia no tenía entidad, sino como organización de base de la colectividad. A la parroquia se le atribuía la iglesia, pero ésta podía ser la sede de otras actividades no eclesiásticas. En concreto, los pórticos de las iglesias constituían recintos en los que se celebraban reuniones de carácter cívico. El mismo edificio en numerosas ocasiones fue adaptado también a funciones defensivas, hecho apreciable hoy en día en las iglesias irunshemes de San Nicolás y de San Cernin y en numerosas iglesias de Navarra, en las que se pueden contemplar adarves, matacanes y otros elementos defensivos.

Lo verdaderamente relevante es que los edificios parroquiales han sido diseñados y construidos teniendo en cuenta las necesidades de la comunidad y con los recursos de las mismas. Es este un hecho incuestionable en lo que se refiere a aquellas parroquias en las que los vecinos de la localidad han sido los patronos civiles. Así sucedía en la mayor parte de la Montaña navarra. En ellas la designación del abad correspondía al conjunto de las casas vecinales, aunque también se dejase en muchos casos uno de los votos al rey. El patronato de la parroquia estaba constituido por lo que se denomina el cabildo civil, esto es, la representación municipal, y el cabildo eclesiástico, constituido por el abad, en su caso vicario, y los beneficiados correspondientes.

El patrono laico era reconocido como propietario primordial; con más razón, porque de sus manos salían los recursos materiales de la parroquia. En muchos casos podía ser un señor particular, alguno de cuyos antecesores se había situado en el origen de la parroquia. Lo que resulta incuestionablemente claro es la no pertenencia del edificio y fábrica de la parroquia a ninguna autoridad eclesiástica foránea del orden jerárquico superior. En muchas ocasiones –ya lo he indicado anteriormente- el abad era un título que recaía sobre un cargo eclesiástico externo, quien podía designar a un vicario. A decir verdad, aunque esta situación se repetía con mucha frecuencia, la comunidad parroquiana disponía de gran influencia en la designación de este último. Sucedía también de esta manera en el caso de aquellos señores laicos que en principio disponían del patronato primordial.

En todos los casos la documentación recoge que la construcción y obras de entretenimiento de la fábrica se pagaban con recursos locales que pertenecían a la comunidad. La base de tales recursos eran las primicias, fondos extraídos de la actividad campesina que eran utilizados en el mantenimiento y funcionamiento de la parroquia. Los gastos extraordinarios de construcción y reparación corrían a cargo de partidas especiales, aportadas por recursos de la misma comunidad, del estilo de los que se dedicaban a equipamientos muy diversos de la misma comunidad, como podían ser las fuentes, molinos, neveras, presas, caminos y demás
Tan cierto es el carácter civil de estos recursos, que su utilización se aprobaba por los concejos y se encargaba a los regidores su ejecución. Por lo que a las primicias se refiere, su administración correspondía normalmente a un vecino, a quien se designaba con el nombre de primiciero, equiparable al de depositario de otros recursos comunitarios. Se piensa equivocadamente que las primicias eran un recurso utilizado únicamente en el culto. La documentación muestra sin embargo que la colectividad utilizaba con toda normalidad este fondo para hacer frente a necesidades perentorias y de otro carácter para el que no existiesen otros recursos, incluso la dotación de maestros.

La competencia en las decisiones de cualquier tipo de gasto correspondía al patronato, que era ejercido conjuntamente por ambos cabildos, eclesiástico y civil. Ninguna otra instancia tenía capacidad alguna de decisión en este terreno. Es cierto, no obstante que el tribunal de la diócesis, dirigido por el provisor general de la misma y vicario episcopal, debía supervisar que tales decisiones fueran conformes a derecho, de acuerdo con la normativa del derecho canónico. Esta función respondía al carácter administrativo que desarrollaban también las diócesis en todo lo referente al funcionamiento de lo eclesiástico. Únicamente como parte de la organización eclesiástica, paralela a la civil, las diócesis entendían en esta materia, como hoy en día los tribunales civiles pueden entender en el terreno de la propiedad pública y privada, sin que de ello derive que tengan algún derecho en los bienes sobre los que deciden.

Existen por otra parte muchos edificios religiosos en Navarra de los que se apartó a los párrocos de cualquier injerencia, incluso en el plano de lo meramente administrativo. Todos aquellos edificios religiosos que no son de carácter parroquial, como pueden ser ermitas y santuarios, estuvieron siempre fuera del control eclesiástico, a pesar de que dispusieran de dotación para su mantenimiento, y no precisamente pequeña. A título de ejemplo –y no como caso aislado- se puede citar el Santuario de Muskilda. Este, al igual que otros, no formaba parte de la red parroquial que caía de una manera más directa en el control diocesano a la hora de funciona. Los regidores de Ochagavia señalaban siempre que el Regimiento –ayuntamiento- era el único patrono del edificio.

Es interesante igualmente mencionar otros recursos que sirvieron al mantenimiento del clero. La gran mayoría de los cargos eclesiásticos rurales contaban con el apoyo de fondos de capellanías y diversas fundaciones, creadas por personalidades que habían asignados fondos para fines determinados. Las capellanías respondían al interés de los fundadores en que se celebrasen misas por sus intenciones, una vez fallecidos los fundadores, en tanto las fundaciones podían tener fines específicos, no necesariamente religiosos, sino civiles, aunque organizadas bajo el patrocinio de la parroquia. Estos fondos sirvieron en muchos casos para facilitar préstamos a la población rural, con los que hacer frente a las urgencias que solían ser muy frecuentes en una economía básicamente autosuficiente.

No es posible dejar de lado otra particularidad de ciertos edificios religiosos que tuvieron un papel destacado en la configuración del Estado navarro. Desde luego, es obligado referirse a las catedrales de Pamplona y Tudela como cúspide de la organización eclesiástica, pero igualmente es obligado mencionar una serie de monasterios que contribuyeron de una manera decisiva en la configuración del Estado. Son los monasterios de fundación real, que llevan en su titulación precisamente tal denominación, como son Leyre, La Oliva, Iratxe, Urdax, Fitero, Iranzu. Sus abades eran parte fundamental del brazo eclesiástico en las Cortes de Navarra. Fueron erigidos y dotados por iniciativa real y el conjunto de los recursos de que disponían, incluyendo su obra de fábrica. El emblema del Estado navarro aparece de manera preferente en los espacios más relevantes de la misma, indicando de manera incuestionable quien era el propietario de la institución. También es obligado aludir a la Colegiata de Orreaga o a santa María la real de Nájera, sin olvidarnos de Iglesias como santa María de Ujue o de Olite, en principio templos adscritos a palacios reales que se transformaron en parroquias posteriormente.

4. DESMANTELAMIENTO DE LA PROPIEDAD ECLESIÁSTICA
Las modificaciones jurídicas que se establecieron con ocasión del paso del denominado Antiguo Régimen al actual, se desarrollaron en el marco del Estado español de una manera muy confusa. Por lo que se refiere a Francia y otros estados que se decidieron a marginar del orden público civil a la iglesia en general, el proceso fue claro, desde el momento que redujo a la iglesia al plano meramente religioso y la marginó de cualquier pretensión de entidad pública. La consecuencia más directa de la separación de la Iglesia con respecto al estado fue la expropiación de todos los bienes que la Iglesia había venido atribuyéndose. Atendiendo a que tales bienes habían salido de la colectividad, los estados los declararon bienes nacionales. La motivación era correcta, aunque la manera en la que esos estados designaron al sujeto que debía ser el propietario fue discutible, ya que normalmente fue el propio estado quien se declaró a sí mismo dueño de los mismos. Decisión discutible, pero que puede entenderse, siempre que se dejen tales bienes en manos de la colectividad que los creó. La mayor trascendencia de estas medidas fue la transferencia de la propiedad agraria que los estados utilizaron para beneficiar a los grupos sociales que apoyaban la reforma política que tenía lugar en aquel momento.

5. EL ESTADO ESPAÑOL Y LA EXPROPIACIÓN DE LOS BIENES DEL CLERO
El Estado español, en principio, pareció seguir camino parecido al francés, pero la debilidad del movimiento político de transformación –la denominada revolución burguesa- llevó a medidas ineficaces y contradictorias, que permiten explicar las pretensiones de la institución eclesiástica en el momento presente. Es cierto que se expropiaron a las instituciones eclesiásticas –lo mismo del clero regular que secular- bienes raíces e inmuebles en la medida que convenía a los sectores dirigentes. En concreto todas las fincas agrícolas, procedentes de monasterios, capellanías y fundaciones. Estas medidas fueron impulsadas por diversas leyes desamortizadoras de bienes de las manos muertas, que fueron efectivas a partir de la desamortización de Mendizabal. Mucho se ha hablado sobre las razones de esta desamortización y los objetivos no confesados que se persiguieron con la misma. No obstante, en diferentes ocasiones el Estado español dio marcha atrás, dando pie a situaciones jurídicas confusas.

La tierra pasó definitivamente a manos civiles, pero las disposiciones que se tomaron en diferentes momentos por gobiernos proclives a la jerarquía eclesiástica, dejó en situación confusa el status de muchas iglesias parroquiales y edificios de culto en general. La no separación entre Iglesia y estado y el carácter confesional que ha tenido España durante la mayor parte de los siglos XIX y XX es la responsable de tal situación. Entre las disposiciones legales que han contribuido a esta confusión cabe mencionar los diversos concordatos establecidos entre el Vaticano y España y leyes y decretos que han entrado en vigor coincidiendo con los momentos históricos en los que se ha impuesto un sistema político autoritario.

Únicamente en ocasiones en las que la política ha enfrentado con decisión la voluntad de establecer la separación entre iglesia y Estado, como sucedió con ocasión de las dos Repúblicas, en sus constituciones de 1873 y 1931 la Iglesia ha sido relegada al plano puramente religioso y personal. Es obligado señalar que en la actualidad la legalidad –o cuando menos su aplicación- es confusa. No se puede olvidar que no se produjo una ruptura en lo legal con el Régimen político que precedió al actual y de los mismos textos constitucionales pueden derivar interpretaciones ambiguas. El estado español se proclama no creyente, pero ha concedido a la Iglesia católica un status relevante, apoyado en la tradición histórica que permite a esta organización reclamar un trato privilegiado.

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