Prepotencia clerical

Escuchar al representante de la diócesis de Iruña -el sacerdote Aizpun- desafiar a las entidades locales y colectivos ciudadanos a que reclamen en los tribunales los bienes que ha espoliado la jerarquía eclesiástica, basta para entender que la institución no está dispuesta a poner la otra mejilla a un segundo bofetón, como al parecer es el mandato evangélico. Prepotencia desafiante, la del que se percibe fuerte, aunque carente de toda justicia –menos de la que se proclama desprendida por esencia de doctrina-.

Una vez más asistimos a la ceremonia de la confusión; de nuevo de la mano de la tergiversación, en la que se entremezclan conceptos tan polisémicos como Iglesia y Pueblo de Dios. Lo cierto es que la jerarquía eclesial no tiene en el momento otro referente que el marco jurídico que le concede el Estado español. A él se remite, cuando se le reclama con el sentimiento de las colectividades, la tradición de la que pretende ser respetuosa y la misma documentación histórica, que en lo que respecta a la propiedad sigue teniendo fuerza de ley.

No voy a comentar la contradicción permanente en la que la institución eclesiástica viene desarrollando su existencia en el Imperio español contemporáneo. Constituye un problema político, reflejo del poder efectivo que ha mantenido tal institución en el seno de la sociedad, sí, pero sobre todo entre las élites socio-políticas y culturales. La confusión sigue imbuyendo el conjunto del marco jurídico actualmente en vigor. Sin él sería imposible la situación que nos ocupa. Los preceptos constitucionales y derivados que convierten a la Jerarquía católica en instancia de poder público son los responsables. La redacción de los artículos referentes al carácter religioso del nuevo Imperio español es manifiestamente ambigua. Tras proclamar la aconfesionalidad del Estado, reconocen a la Iglesia católica un papel relevante en el seno de la sociedad. Este carácter ambiguo y contradictorio con el principio básico de libertad religiosa constituye la base jurídica a la que se agarra la institución, para reclamar sus privilegios. El planteamiento constitucional constituye el dechado de lo que no debe ser un precepto legal en ningún caso, porque la ley debe ser clara y no permitir segundas intenciones o lecturas interesadas. Todo fue resultado de la conspiración entre los padres constitucionales, atendiendo a las reales relaciones de los poderes fácticos.

En el momento presente, se ha encajado en la norma constitucional la ley hipotecaria promulgada por Franco. En la misma se abría la puerta a la Iglesia para inscribir propiedades en su condición de institución pública. El Gobierno de Aznar quitó el último obstáculo para que la misma Iglesia pudiese declarar como propios bienes, que no habían sido incluidos, de momento, en el Registro de la Propiedad, organismo este de la administración civil que sirve como recopilador de los bienes inmuebles, a fin de facilitar las posteriores transferencias de patrimonio inmobiliario. El requisito para que los particulares –o entidades públicas- puedan exigir el registro es la presentación de los títulos jurídicos correspondientes, o la declaración como propio ante el registrador por parte de entidades públicas, como son los órganos administrativos del Estado, ayuntamientos y –escandaloso privilegio- la propia Iglesia.

Los responsables diocesanos de Iruña se han servido de este subterfugio para apoderarse del conjunto de templos, ermitas, casas parroquiales y otros que no figuraban en el registro, porque sus detentadores históricos –ayuntamientos, diputaciones y demás- no consideraban la necesidad de inscripción de unos bienes que siempre les han sido reconocidos como propios, al igual que el organismo del Patrimonio del Estado, que administra como propios los bienes que le son reconocidos, no se ha visto en la precisión de registrar como propio el Monasterio del Escorial.

Aquí es en donde aparece el agravio. Es claramente denunciable la desidia de todos aquellos funcionarios –carentes en cualquier caso de carácter judicial- que han aceptado la declaración del diocesano, sin preguntar sobre los derechos de individuos y colectividades –ayuntamientos- que podían haber hecho valer su mejor derecho. Se ha obrado en este caso de forma dolosa y fraudulenta. Todo registrador tenía la obligación de advertir a las entidades públicas de cada localidad sobre las pretensiones de la jerarquía. De haber sido así, se habrían hecho públicos la inmensa cantidad de documentos que evidenciarían que el conjunto de las propiedades a registrar no eran “res nullíus”; inmensidad documental que van desde las actas notariales a los acuerdos de tantas entidades de la administración pública local –ayuntamientos y concejos- a quienes se pretende arrebatar sus bienes como consecuencia de una inadecuada aplicación de la norma legal.

Es obligado afirmar ante legisladores, jueces o registradores de la propiedad que las Fes notariales, o las emitidas por secretarios de entidades públicas en ejercicio de sus funciones, dando fe de que individuos y corporaciones son propietarios de determinados y concretos bienes, se encuentran por encima de cualquier legislación posterior que pretenda conculcar su derecho de manera arbitraria. Solamente podrá arrebatar tal derecho una ley general, justificada y expresa -y con causa penal en su caso- Debe ser este un principio de administración y gobierno que se sitúa por encima de interpretaciones ambiguas de leyes como sucede en el caso los eclesiásticos.

Son todos estos unos hechos que con mucha probabilidad son conocidos por la institución eclesiástica lo que me lleva a inferir que sus representantes no dicen lo que sienten y tienen intención de engañar. Quien quiera entender…

No pretendo seguir, pero quiero advertir al sacerdote Aizpun que me encuentro en condiciones de rebatir documentalmente todas sus afirmaciones. En el foro que considere más idóneo. Que se me disculpe si parezco pretencioso, pero es de tal entidad la documentación que el sacerdote Aizpún puede quedar abrumado.

Mikel Sorauren

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