‘Tesoro’ de un dios ‘dador’

Por Julio Urdin Elizaga, miembro del Biltzar de la Plataforma de Defensa del Patrimonio Navarro / Nafarroako ondarearen Defentsarako Plataforma

De la noche a la mañana, sin apenas darnos cuenta del fenómeno, hemos pasado de un Dios que todo nos lo da, incluida la vida misma, a una Iglesia que todo parece querer acaparar quitándonoslo, materia tanto de lo divino como de lo humano. Y si bien convendría matizar este hecho, habremos de servirnos de dos recientes eventos para su ejemplarizante puesta al día. Uno, el del interesado convenio por el que se ceden determinado número de viviendas a la Administración para su puesta a punto condicionado, no tanto por la pérdida de propiedad, es decir la donación de las mismas, que en modo alguno se da, como por un uso adecuado a las exigencias de la acción social llevada a cabo por el Arzobispado. Dos, el recientemente celebrado XVI Congreso Internacional de Turismo Religioso y Sustentable, cuyo objetivo principal es redundar en beneficio de las arcas de caudales de ambas administraciones: la eclesiástica y la seglar. Y cuando nos referimos al caudal, determinamos asimismo no ser el concepto heraclitiano por el que se conducen filosofías como la del Amor líquido de Zygmunt Bauman, contemplando aquella relación tan cristiana del amor al prójimo, sino la de una realidad bastante más prosaica tal cual es aquella de disponer de los recursos necesarios para mantenimiento de infraestructuras y consecuente logro de beneficios.

No parece quedarle muy claro a la Iglesia, como tampoco a nuestros regidores, cuál debe ser el espíritu del desinteresado don que da el dar, instalados como se encuentran en la lógica comercial del intercambio. En el tú me das algo a cambio de lo que yo te doy. Ley que en su negatividad se asemeja más a la mosaica de Talión. Y si la Iglesia aparenta ceder algo no lo hace desinteresadamente, sino como gesto cara a la galería en tiempos que indican no ser los mejores, al menos en la defensa de un mínimo de coherencia con lo por ella misma predicado y consiguiente legitimación. De hecho, históricamente, siempre se ha mostrado más inclinada a recibir que a dar. Un hecho particular más del oferente culto hacia los dioses, cuyas dádivas son patrimonio común de todas las religiones, beneficiando primeramente a la clase estamental dependiente de las mismas: la del funcionario-sacerdote convenientemente jerarquizado.

Es así como la mayoría de las religiones han conseguido hacerse con tesoros que lo son también de la humanidad, dada la grandeza de la empresa emprendida y la supuesta magnanimidad filantrópica del poseso poseedor que hasta el día de hoy nunca ha solucionado el quebranto desvalido del poseído. Si perder de vista el que los auténticos donantes de la iglesia en tiempos no tan teocráticos como muchos quieren hacernos creer, eran aquellos que mediante la obligada aportación de diezmos, primicias y rentas, establecían las mínimas y más básicas condiciones necesarias para el mantenimiento de la institución. Como es de todos conocido, en muchos casos podían ser bienes privativos de la nobleza y, generalmente, comunitarios de las poblaciones sometidas al dicho régimen. Es decir, hasta tiempos recientes, la totalidad de las que componen, en nuestro caso, y en el caso que nos trae en cuenta, el actual Estado, donde se muestra de forma descarada la vigencia del anacronismo en política consistente en pensar que cualquier tiempo pasado fuera mejor que el actual recogida en el estatus mantenido de dos figuras estamentales emblemáticas del Antiguo Régimen: clero y monarquía.

Recibiendo, por la gracia de Dios, y ante todo de la generosidad desinteresada de aquellos agentes que se puedan dar, es como se invierte la piramidal jerarquía de valores donde en pura lógica quien más posee debiera ser sujeto donante frente al que menos tiene objeto natural de la donación, el donatario, en todos los sentidos de su desvalimiento. Jean-Luc Marion, filósofo cristiano, así lo muestra en su muy recomendable ensayo, Siendo dado, cuando defiende la efectividad de la acción del don, esa instancia suprema de la generosidad anónima, siempre y cuando se cumpla la siguiente ineludible condición:

«El donatario sólo se beneficia de un don –entendido como pura gratuidad– si no lo interpreta inmediatamente como un don que debe ser devuelto, como una deuda que debe saldarse en cuanto sea posible o como un fracaso infamante que hay que anular.» (Página 143, Editorial Síntesis, Madrid, 2008).

Evidentemente, éste no es el caso de la iglesia institución aplicando el procedimiento inmatriculador con claro afán reparador de la decimonónica afrenta desamortizadora. Tampoco lo es el de los gestores del erario público cuyas inversiones en materia patrimonial, siempre deficientes, buscan una rentabilidad más allá del puro mantenimiento, arrinconando valores de la cultura, ya no digo del espíritu, fuera del alcance inmediato de la ruta comercial (Camino de Santiago, incluido). Ello puede ser entendible, y hasta necesario, pero el objeto último de tales inversiones participadas generalmente por las instituciones de poder local, autonómico, estatal y eclesiástico, no deja de ser sino el de buscar una rentabilidad económica a la inversión. Y no es que la institución en su deber de gestionar las cuentas tenga que ser necesariamente generosa en el dar, pues correría el riesgo seguro de prevaricar, sino que al hacerlo tiene la obligación de salvar su parte alícuota de participación en forma de presencia en la propiedad y en su gestión, origen de la mayor parte de patronatos, más aún si se adjetivan legos. Algo que la Iglesia se niega siquiera a oír, aunque históricamente así lo apreciara e incluso defendiese, siempre según interés.

La Iglesia tiene la obligación moral de defender esa intermediación ante la finitud humana de la infinita generosidad de su dador, demostrándola, no solamente mediante la cesión de la ruina patrimonial, sino haciendo partícipe del beneficio a la comunidad de pertenencia en la doble condición, unida o por separado, de creyente y laica.

El objeto último de tales inversiones, participadas generalmente por las instituciones de poder local, autonómico, estatal y eclesiástico, no deja de ser sino el de buscar una rentabilidad económica a la inversión

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