El profesor de Derecho civil de la Universidad de Córdoba participó en una charla en Artà
Fuente: asturiaslaica.com
Las murallas de Artà, espejo de la memoria y la identidad de un pueblo y definición material de su paisaje, pasaron a manos de la Iglesia cuando las registró a su nombre, a principios de 2015. La Ley hipotecaria del gobierno de Aznar permitió que la institución religiosa se atribuye la propiedad de bienes que en su mayoría eran de dominio público, sin tener que aportar ningún certificado de propiedad, hasta que el escándalo obligó al Estado a retroceder, hace cerca de dos años. Artà se atrevió a denunciar lo que interpretó como una usurpación del patrimonio popular y reclamó la titularidad pública. Serán los tribunales los que tendrán la última palabra. Alternativa por Artà convocó anteayer el portavoz de la plataforma Recuperando y profesor de Derecho Civil de la Universidad de Córdoba, Antonio Manuel Rodríguez, a impartir una charla en el municipio para analizar un fenómeno que considera que es una “cuestión de estado “.
Que las murallas de Artà no son de nadie porque nos pertenecen a todos, como las raíces y las ramas de los árboles. ¿Por qué?
La Mezquita de Córdoba, la Giralda de Sevilla, la Catedral de Mallorca y las murallas de Artà siempre han sido nuestros, porque son bienes de un extraordinario valor inmaterial, de gran trascendencia histórica, de valor simbólico incalculable y, sobre todo, propiedad de la memoria colectiva de la comunidad a la que pertenecen. Hablamos de bienes de dominio público, que no son de nadie, son de todos: también de la Iglesia, pero porque son de todos. Cuando un bien es inmatriculado, sin embargo, pasa a ser de otro. Y entonces, no sólo se produce una expropiación material; también tiene lugar una expropiación simbólica.
¿Qué consecuencias conlleva para nuestra memoria histórica?
Cuando estos bienes son immatriculados, se les suele cambiar el nombre. Tras el cambio de nombre se oculta el cambio de la memoria colectiva. Cuando alguien quiere cambiar de identidad, lo primero que hace es cambiar de nombre. En la Giralda de Sevilla la registraron con el nombre de ‘dependencia anexa de la catedral’. En las murallas de Artà, las registraron con el nombre de ‘cerramiento privado de San Salvador con función ocasional de refugio’. Este hecho es intencionado: pretende, de alguna manera, reinterpretar la historia en beneficio de alguien.
¿Qué implicaciones económicas tienen las inmatriculaciones?
Suponen una expropiación a los ciudadanos y una descapitalización del erario público. Tras las inmatriculaciones hay una evidente intención de convertir los bienes expropiados en un negocio. Además, este dinero no se declaran ni se tributan. Las inmatriculaciones de la Iglesia suponen también la creación de un paraíso fiscal en el Estado, del que se beneficia, sobre todo, determinada jerarquía católica. No han inmatriculado ningún templo en ruinas. En cambio, siempre se han atribuido bienes que han sido restaurados y enriquecidos con fondos públicos.
¿Cuál es el papel de la justicia, en este asunto, teniendo en cuenta que en España se actúa de una manera y en Europa de otra?
Efectivamente. El Tribunal Europeo dictaminó este año que las exenciones fiscales a la Iglesia podían ser ilegales si se aplicaban a actividades económicas. Las inmatriculaciones de la Iglesia suponen el mayor escándalo de la historia de España y el mayor expolio del patrimonio común de los ciudadanos de este estado. La justicia europea se ha pronunciado en este sentido y ha afirmado que este tipo de apropiaciones vulneran los derechos humanos. La indemnización más grande de la historia del Tribunal Europeo se impuso en España: 615.000 euros, que hemos tenido que pagar todos los ciudadanos. Europa, igualmente, ha pedido a España que revierta la situación, pero el Estado no ha hecho nada.
¿Cuánto dinero recauda la jerarquía católica con los negocios vinculados a los conventos, en las catedrales y los templos religiosos?
La Mezquita de Córdoba, por ejemplo, genera aproximadamente 15 millones de euros anuales que no se declaran ni tributan. En la mayoría de negocios vinculados a la Iglesia, no se suelen emitir facturas. Tampoco se suele poder pagar con tarjeta bancaria; sólo en metálico. Este dinero no entran a las cuentas públicas. La Iglesia, además, ha actuado con una falta absoluta de transparencia. Si exigimos transparencia a la monarquía ya los políticos, no tiene sentido que no exigimos a la jerarquía católica.
Hace unos meses pudimos saber que la Iglesia había inmatriculado en Baleares un gran número de parroquias y conventos, pero también caminos, solares, plazas e incluso un bungalow.
La ley hipotecaria de Aznar permitió a la Iglesia utilizar dos normas franquistas para permitir lo que terminó pasando. Empezaron a inmatricular templos de culto, pero descubrieron que el procedimiento era clandestino y que carecía de fiscalización, por lo que se dieron cuenta que podían registrar a su nombre todo lo que no tuviera dueño. Es en este momento cuando comenzó una apropiación inmobiliaria sin precedentes: solares, plazas, quioscos, locales comerciales, caminos públicos … La ciudadanía conoció este hecho y obligó al Gobierno a derogar la ley.
¿Cuál es el origen del problema?
Ambas normas franquistas de las que he hablado consideraban la Iglesia como una especie de administración pública. El Partido Popular de José María Aznar hizo pinza con la institución religiosa y descubrió que estas leyes podían ser declaradas inconstitucionales. Por este motivo, se apresuró a derogarlas porque, si no existía la norma, ya no podía recurrirse. Muerto el perro, se acabó la rabia, debieron pensar. Este hecho provocó una amnistía registral sin precedentes. Según los propios datos de la Conferencia Episcopal Española, la Iglesia reconocía haber inmatriculado hasta 40.000 bienes al Estado, especialmente desde la modificación de la ley de Aznar. Detrás de esta legislación, existe la obsesión de la jerarquía católica, que considera que lo sigue poseyendo todo. Es una idea evidente y abiertamente enfrentada con la democracia. Nos encontramos ante un Estado formalmente aconfesional, pero donde los tentáculos de la Iglesia son, todavía, muy adentro del sistema.
¿Por qué las inmatriculaciones de la Iglesia son un escándalo?
¿Cuánto valen las murallas de Artà? ¿Cuál sería su valor en el mercado? ¿Cuánto cuesta la Mezquita de Córdoba o la Giralda de Sevilla? Si un tasador evaluara la catedral de Mallorca, ¿qué precio le pondría? Todos estos bienes han sido consecuencia de la aportación histórica, los monarcas y del pueblo durante siglos y siglos. Con la inmatriculación convierten bienes privados, susceptibles de intercambiarse en el mercado. De este modo, podríamos llegar a encontrarnos en la situación esperpéntica que el pueblo tendría que pagar mucho dinero por algo que antes era de todos. ¿Alguien puede cuantificar la apropiación inmobiliaria de 40.000 bienes en todo el Estado, bienes de incalculable valor que, además, son símbolos de la memoria del pueblo al que pertenecen?
¿Cuál es la solución?
Hay que entender el problema y defender la legalidad. Debemos exigir a los parlamentarios que cumplan sus promesas. Aunque lo esperamos. Se deben hacer cumplir las sentencias del Tribunal de Europa. Se han de ayudar a los ayuntamientos en el proceso de reclamación de los bienes públicos que la Iglesia se ha apropiado y, por último, me parece de sentido común que acabe declarando la nulidad de las inmatriculaciones que se han practicado hasta la fecha. Hemos fabricado una matrioshka, compuesta de muchas capas, que ha ido cobrando poder desde la dictadura franquista.
Obispado: “Se trata de restablecer un agravio hacia la Iglesia”
“Se ha hablado de un privilegio, pero en realidad se trata de restablecer un pequeño agravio hacia la Iglesia”, porque antes “no podían registrar sus propiedades”, explican fuentes del Obispado de Mallorca consultadas por este diario. El Obispado de Mallorca no entiende las críticas que se han vertido en torno al asunto de las inmatriculaciones y cree que se “ajustan a la legalidad”. “No es un tema de propiedad, sino de inscripción”, añade, y considera que la inmatriculación entendida como “la apropiación del patrimonio que es de todos por parte de la Iglesia” no se ajusta a la realidad, sino que consiste en demostrar, jurídicamente y con el uso de documentación, que una cierta propiedad es, efectivamente, del Obispado.