Ahora bien, antes de iniciarnos en el tema deberemos aclarar qué es, en qué consiste y de qué trata la condición de bien patrimonial. Y podemos adelantar que este concepto tiene que ver fundamentalmente con el legado cultural recibido de los tiempos pasados. “Se trata de un legado –al decir de Ignacio González-Varas –, de un conjunto de bienes recibidos, de los que nos responsabilizamos al acogerlos y que, como tal herencia, podemos reconocer, conservar, incrementar o dilapidar, pero difícilmente ignorar aunque solo sea para repudiarla en el utópico intento de construir nuestra historia desde una tabula rasa“. Dice más, este profesor titular de Historia de la Arquitectura y Teoría del Patrimonio Cultural en la Escuela de Arquitectura de Toledo y catedrático acreditado en la rama de Arquitectura e Ingeniería, sobre la dificultad de definición de esta realidad:“Pronto nos damos cuenta de que el patrimonio cultural no depende tanto de los bienes culturales transmitidos en sí mismos sino de su reconocimiento como tales por parte de la colectividad; de este modo, en la construcción del patrimonio intervienen tanto los objetos reconocidos –los bienes culturales – como los sujetos que reconocen este patrimonio y atribuyen y otorgan, o despojan, de valores y significados –valores históricos, artísticos, identitarios, simbólicos, económicos, etc. – a esos bienes procedentes del mundo de la cultura. Por eso la noción de patrimonio cultural es compleja, pues es siempre crítica, dialéctica, problemática y cambiante, en cuanto no es una esencia inmutable sino más bien una noción elaborada por el pensamiento moderno y revisada por las ramificaciones de la posmodernidad; es una construcción histórica, social y cultural de carácter conceptual – como idea primero formada en la conciencia social y después reconocida en los bienes culturales – y en su definición y reconocimiento intervienen, se yuxtaponen y solapan diversos componentes científicos, económicos, identitarios, religiosos, político-ideológicos e incluso sentimentales y emocionales.”
Cuando la Iglesia ‘inmatricula’ no sólo lo hace sobre lo que podría ser únicamente considerado como bienes inmuebles(templos, casas y demás); también lo hace sobre los bienes muebles(el tesoro, mobiliario, exorno y resto de pertenencias), que junto con el anterior constituye el patrimonio material; e incluso sobre buena parte del considerado como inmaterial (tradiciones, festividades, etc.). La Iglesia, institución con mayúscula, busca en definitiva ‘colonizar’ no solamente los lugares sino también, y esto es importante subrayar, las mentes, mediante la adecuación a su relato, a sus intereses materiales e inmateriales, del conjunto de bienes patrimoniales, tangibles e intangibles. Por lo que resulta urgente acometer con la voluntad y determinación necesarias, no perdiendo nunca de vista el que en este tipo de cuestiones alrededor del patrimonio debemos ser parte activa a partir de una necesaria e imprescindible toma de conciencia. Y, en este sentido, tal vez convendría hacer un breve, filosófico, inciso sobre nuestra personal relación con los objetos y las cosas.
Al respecto Remo Bodei nos traslada la siguiente, pertinente, reflexión: “La transformación de los objetos en cosas (que comprende su pasaje a símbolos, como sucede con la flecha o la cruz [cfr. Borges]) presupone también una desarrollada habilidad para despertar memorias, para recrear ambientes, para hacerse contar historias y para la práctica tanto de la nostalgia ‘cerrada’, que se repliega en sí misma en la añoranza de lo que se ha perdido, como de la ‘nostalgia abierta’, capaz de elaborar positivamente el luto de la pérdida y cicatrizar las heridas implacablemente infligidas a cada uno de nosotros por la existencia, lo cual permite mirar hacia delante [Jankélévitch]”. Tal es así, que en la opinión de otro catedrático, esta vez de Prehistoria en la Universidad Autónoma de Barcelona, Vicente Lull, argumentado que “el verdadero objeto es lo que permanece, el que trabaja la historia, el constructor”, viene a constatar el que: “Los objetos concretan la realidad humana: aplican lo pensado, materializan las ideas y conforman el trabajo acumulado de toda sociedad. Se manifiestan ante nosotros como fósiles de conocimiento, impiden que perdamos la memoria y pautan el avance de la razón”. Labor que en nuestra tierra acometiera tempranamente una institución dependiente originariamente de la Diputación Foral y Provincial de Navarra como fuera la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra y posteriormente prolongada por la actual Institución Príncipe de Viana; como asimismo por Eusko Ikaskuntza y Euskaltzaindia de las que la propia Diputación fuera miembro fundacional junto con las “provincias hermanas” de Alava, Guipuzcoa y Vizcaya. Recuerda en este sentido la historiadora María Puy Huici, como fueran las Comisiones de Monumentos históricos y artísticos, “ la experiencia cultural más importante en la España del siglo XIX”.
Esta magnífica tradición no puede ser dilapidada por la alegre acción de un Gobierno, en su día presidido por Aznar, que puso a disposición de la Iglesia no solamente la propiedad sobre los bienes muebles e inmuebles sino del propio, mayoritario, acervo patrimonial del conjunto del Estado. Detrás de ello, sin duda alguna, se esconde la férrea determinación, por parte de la misma, de reintegración patrimonial, desquitándose así de lo que en su día fuera confiscado mediante el procedimiento desamortizador (mayormente los conocidos como bienes por “manos muertas”); de todo aquello que aun sin contar con fehaciente documentación es subjetivamente considerado como propio, in illo tempore y sine die ,siendo así que a futuro puedan contar con un potencial fin lucrativo sirviendo a la industria de servicios bien sea inmobiliaria y/o turística.
En este sentido habremos de constatar el que no existe pueblo ni lugar que no cuente con un patrimonio digno de ser conservado simplemente acudiendo, en primera instancia, a una publicación como la muy meritoria del Catálogo Monumental de Navarra, así como a los diferentes registros donde se recogen aquellos bienes considerados como de Interés cultural, Inventariados o de Relevancia Local, constatando el que a su vez no hayan sido en buena medida afectados por el ejercicio de esta hábil práctica ‘inmatriculadora’ protagonizada por la jerarquía eclesiástica.
Julio Urdin (Miembro de la Plataforma)